jueves, 19 de enero de 2017

#MARRUECOS, #TURQUIA Y LA SEGURIDAD EUROPEA

En épocas de paz, las relaciones internacionales suelen regirse por la búsqueda de la estabilidad y la seguridad como condición previa a consideraciones de otra índole (éticas, económicas, políticas,...). Como decía Churchill en uno de sus numerosos escritos, los factores ideológicos y las cuestiones morales suelen supeditarse al pragmatismo de la estabilidad y la seguridad y guardarse en un cajón cuando se trata de temas internacionales. Con eso, el político británico venía a decir lo que ya apuntó el sociólogo Max Weber hace casi un siglo, a saber: que la política, y más en el ámbito internacional, no se rige por una lógica basada en la ética de los valores y los principios morales, sino por el pragmatismo de los intereses y las consecuencias.

Si no se tiene en cuenta esto, resulta difícil comprender las extrañas alianzas que se producen entre los gobiernos de algunos países y que dejan estupefactos, si no indignados, a sus ciudadanos cuando comprueban cómo se sacrifican en el altar del pragmatismo valores que deberían ser considerados supremos en una sociedad democrática (la libertad, la justicia, los derechos humanos,...).

Las relaciones de la UE con países como Turquía o Marruecos que no se rigen por los cánones vigentes en las democracias europeas, son un buen ejemplo de cómo en ese tipo de relaciones predomina la lógica de la estabilidad/seguridad sobre factores de otra naturaleza, dejando a la ciudadanía con una sensación de extrañeza y perplejidad.  

La estabilidad como objetivo prioritario en las relaciones internacionales

Siguiendo esa lógica dominante en el ámbito de la política internacional, los Estados, más allá de las divergencias existentes entre los gobiernos, buscan tener relaciones estables con los países vecinos o con los de sus áreas de influencia para garantizarse escenarios de seguridad. Si esa regla falla, surgen problemas, y las discrepancias y diferencias entre países se convierten en conflictos que pueden conducir a situaciones de difícil solución e incluso a una espiral creciente de violencia e inestabilidad.

Los ejemplos de la nefasta estrategia de las potencias occidentales respecto al Irak de Sadam Hussein, la Libia de Muamar el Gadafi o la Siria de Bachar el Asad, anteponiendo otros intereses (petrolíferos,  militares, políticos,…) a la estabilidad/seguridad de la región, ilustran bien lo que quiero indicar.

Por el contrario, es el objetivo de la estabilidad lo que explica la Ostpolitik alemana de los años 1960, impulsada por el entonces ministro de Asuntos Exteriores, y más tarde canciller, Willy Brandt para favorecer las relaciones con la RDA y los demás países del bloque comunista. También el pragmatismo como regla de oro de la diplomacia internacional explica la apertura de relaciones entre China y los EE.UU. en 1972 bajo la presidencia de Richard Nixon (llamada “diplomacia del ping-pong”). En esa misma línea habría que situar el apoyo norteamericano a la firma por parte de Irán del Tratado de No Proliferación Nuclear (julio 2015), al igual que la reciente visita de Obama a La Habana rompiendo cincuenta años de confrontación con el régimen castrista. Intereses económicos, sin duda que los hay, pero, previo a ellos, la creación de un escenario de estabilidad y seguridad es una condición necesaria para el desarrollo de otros tipos de relaciones.

Las declaraciones mutuas de cooperación entre Putin y Trump, por sorprendentes que nos parezcan, pueden enmarcarse en el interés de ambos dirigentes por regresar a un escenario de estabilidad/seguridad en el que los dos países respeten sus mutuas áreas de influencia. Ni qué decir tiene la importancia para España de mantener unas buenas relaciones de vecindad con Marruecos, a pesar de las diferencias políticas y culturales entre ambos países.

Cuando se habla de las perspectivas políticas europeas para el año 2017, se menciona, con razón, la incertidumbre de las elecciones en Francia y Países Bajos y de las probables en Italia, además de la importancia de las elecciones alemanas de septiembre. Y todo ello enmarcado en la aún no superada crisis económica (con la “cuestión griega” siempre en el horizonte), la amenaza (ya realidad) del terrorismo “yihadista”, el nuevo anclaje del Reino Unido tras el Brexit, o los efectos que pueda tener la política norteamericana bajo la presidencia de Trump.

Todos esos factores estarán, sin duda, presentes en el año en curso, pero sus efectos se agravarán o serán mitigados en función de cómo se manifieste la variable “estabilidad”. Y esa variable pasa, entre otras cosas, por Rabat y Ankara, a cuya influencia en la estabilidad/seguridad europea dedicaré unas breves reflexiones en este texto.

Marruecos o la estabilidad  en el flanco suroccidental del Mediterráneo

Marruecos es hoy el país de mayor importancia geo-estratégica en el Mediterráneo occidental. De la estabilidad de nuestro vecino del Sur depende la seguridad no sólo de nuestro país, España, sino de toda UE. En una región tan convulsa como la que abarca la ribera sur del Mediterráneo (desde el Magreb al Mashrek), inmersa en guerras civiles (Siria), en situaciones de estados fallidos (Libia), en precarias condiciones democráticas (Túnez), en derivas autoritarias de alto riesgo (Egipto) o en procesos sucesorios inciertos (Argelia), la estabilidad de la monarquía alauí en Marruecos es un factor de la máxima importancia para la seguridad europea, especialmente ante la siempre amenaza (real o potencial) del radicalismo islamista. España y la UE lo saben, y por eso tratan con un cuidado especial las relaciones con Rabat.

A veces, cuando se observa la evolución social, económica y política de Marruecos, algunos círculos de opinión (tanto a la izquierda como a la derecha del panorama político e ideológico) tienden a resaltar los aspectos negativos y no los positivos. Suelen fijarse en el carácter despótico del régimen, con la presencia casi absoluta del rey Mohamed VI en la vida política y el destacado peso del majzén (corte que rodea al monarca), y no valorar la buena evolución de la economía (crecimientos sostenidos del PIB per cápita en los últimos diez años), la mejora de las infraestructuras o el dinamismo creciente de la sociedad civil marroquí. Tampoco se valora lo suficiente la existencia en Marruecos de un sistema pluralista parlamentario que se ha mantenido vigente desde que este país accediera a la independencia plena de Francia en 1956 bajo el reinado de Mohamed V.

Es un hecho evidente que, como una excepción entre los países de la zona, Marruecos ha sido, y es, un régimen pluralista, con libertad de prensa, tolerancia religiosa y competición entre partidos políticos en procesos electorales. Por supuesto, la democracia marroquí, como la de otros países europeos, es mejorable, debiendo profundizar aún más en la división de poderes, el reconocimiento de los derechos civiles y el respeto de los derechos humanos.

Pero es indudable la evolución en el sentido democrático que ha tenido el régimen alauí en un momento tan grave como el que asola a los países de la región. El acceso al gobierno del partido islamista moderado PJD (Justicia y Desarrollo) tras su victoria en las elecciones de 2011 es un buen ejemplo de esto. Y lo es más aún la victoria de este mismo partido (PJD) en las elecciones legislativas del pasado noviembre, que abre las puertas a que su dirigente Benkirán revalide su mandato como jefe de gobierno en la nueva legislatura (si bien tendrá que volver a gobernar en coalición con otros partidos al no tener la mayoría parlamentaria).

Es verdad que Mohamed VI conserva poderes tan elevados, que nos resulta difícil de aceptar en nuestras democracias, pero también es verdad que poderes similares tienen las presidencias de los EE.UU. o de Francia, y no por eso le negamos la condición de democracias. La estabilidad que proporciona hoy Marruecos es fundamental para la estabilidad/seguridad europea, no sólo en la vigilancia de la frontera sur, sino como dique de contención de la expansión del islamismo radical hacia el oeste del Magreb y desde el África subsahariana.

Turquía o la estabilidad en el flanco oriental del Mediterráneo

La importancia de Turquía para la estabilidad europea, es indudable. Su situación geopolítica, a caballo entre Oriente y Occidente, ha convertido históricamente a este país en una especie de placa tectónica sometida a fuertes tensiones tanto internas como externas. No es extraño el elevado número de golpes militares que han asolado a la Turquía moderna, y los convulsos periodos democráticos que se han sucedido en los últimos ochenta años, vigilados siempre por un ejército erigido en el garante del legado kemalista.

Pero a la hora de acercarnos a la realidad turca, no debemos olvidar que, en Turquía, desde la muerte de Kemal Ataturk en 1938, existe un régimen pluralista de partidos políticos y una Constitución democrática en la que se reconoce la libertad de prensa, la tolerancia religiosa y la separación de poderes. Es verdad que, en diversas ocasiones, el orden constitucional ha sido roto por insurrecciones del Ejército, pero también es cierto que, por la breve duración de los gobiernos militares (ver mi artículo “Turquía y la paradoja democrática” publicado en este blog el 1/08/2016), esos golpes no han significado cortes definitivos en el funcionamiento de la democracia en Turquía. Con sus altibajos, la democracia en Turquía tiene un recorrido más largo que gran parte de los países de la UE.

Sin duda, que la democracia turca es mejorable, pero, al igual que ocurre cuando juzgamos la democracia marroquí, con demasiada frecuencia los europeos prestamos más atención a los aspectos negativos, que a los positivos de lo que acontece en Turquía. Nos fijamos más en el carácter autoritario del gobierno Erdogan, que, por ejemplo, en el sostenido crecimiento de la economía turca en los últimos cinco años (a pesar del freno producido el pasado año), en su interdependencia con la economía europea o en el fuerte dinamismo de una sociedad civil caracterizada por la coexistencia pacífica y la tolerancia mutua entre los sectores laicos y de religión musulmana.

Es cierto que, durante la presidencia de Erdogan, se ha producido una deriva autoritaria del régimen turco, con aplicación de estados de excepción que coartan libertades y derechos, generando el rechazo de cualquier observador con un mínimo de conciencia democrática. Pero también es verdad que Turquía está sometida a una ola de atentados terroristas provenientes tanto del yihadismo (el de fin de año en la sala de fiestas “Reina” en Estambul), como del separatismo kurdo (el atentado de Ankara de julio del pasado año), que genera en dicho país una situación en la que la seguridad se antepone a la libertad. Eso mismo está ocurriendo en países como Francia o Alemania tras los atentados de París, Niza o Berlín, y ya sucedió en los EE.UU. después del atentado de las Torres Gemelas. En España, sabemos mucho de ese dilema entre seguridad y libertad, después de las décadas de plomo del terrorismo etarra.

La realidad actual es que Erdogan y su partido el AKP son, por mucho que nos repugne su modo de actuar, la pieza fundamental para asegurar la estabilidad en Turquía, y que la UE debe ser pragmática e inteligente a la hora de fijar sus relaciones con el gobierno turco reactivando una interesante agenda de cooperación que, lamentablemente, quedó aparcada hace años.

Por su importancia estratégica, la UE necesita a Turquía como socio, tanto para frenar la inmigración ilegal desde su territorio, como para combatir al ISIS. La cooperación con Turquía es necesaria, aunque ello nos resulte incómodo por la forma en que se comporta el gobierno del AKP y por el modo que tiene Erdogán de interpretar los valores democráticos. Es un equilibrio no fácil, en el que la Comisión Europea debe, de un lado, impulsar el cambio en la dirección democrática, apoyando a los sectores más proeuropeos de las élites turcas, y, de otro lado, mantener un escrupuloso respeto de la singularidad de Turquía desarrollando una interlocución eficaz con el propio Erdogan. No es fácil, pero es necesario. La UE no puede permitirse una Turquía desestabilizada, ya que eso tendría consecuencias catastróficas.

En definitiva, en un momento, como el actual, donde la UE necesita condiciones de seguridad para seguir activando la recuperación económica y avanzar en el proceso de integración, la estabilidad en el flanco oriental y en el occidental del Mediterráneo (el eje Rabat-Ankara) es una pieza clave en el desarrollo de las perspectivas políticas de Europa para el año 2017.

lunes, 2 de enero de 2017

PERSPECTIVAS  POLÍTICAS  PARA  2017  EN  ESPAÑA

Tras el extraño y convulso 2016, la política española afronta este nuevo año con un panorama de mayor certidumbre. Ello no implica que esté exenta de los riesgos que conlleva formar parte de una UE que se enfrentará a importantes retos (Brexit, elecciones en Francia y Holanda, refugiados, crisis económica,...), pero lo cierto es que, comparando nuestra situación política interna con la del año anterior, la de este 2017 es bastante menos incierta.

No hay elecciones ni autonómicas ni municipales a la vista, y el gobierno de Rajoy, aunque en minoría parlamentaria, tiene margen de maniobra suficiente para, jugando diversas cartas, asegurarse la estabilidad necesaria en esta legislatura. Algunas de ellas ya las ha sabido jugar con relativo éxito al lograr, con amplio apoyo (Cs, PSOE, CC y PNV), que se aprobara el techo de gasto, un éxito que previsiblemente tendrá continuidad con la aprobación de los presupuestos (gracias también a Cs, CC y PNV, que neutralizarán con su voto favorable la enmienda a la totalidad anunciada por los socialistas y por Unidos Podemos).

Además, queda prácticamente despejada la incógnita de la posible reforma constitucional, al concluir PP, PSOE y Cs que no hay condiciones para ello, dada la actitud rupturista de Unidos Podemos y su disposición a imponer un referéndum incluso para reformas menores que no lo exigen (al contar con el número de diputados necesario para ello). El debate se concentrará, por tanto, en otros temas de menor calado político, aunque no menos importantes para los ciudadanos (como el pacto educativo, la reforma de las pensiones, la subida del salario mínimo, el bono social para abordar el problema de la pobreza energética o la reforma del sistema de financiación de las Comunidades Autónomas).

Aun así, los más importantes partidos del arco parlamentario afrontan un año de congresos (nacionales y regionales) en los que procederán a renovar sus estructuras, definir sus discursos ideológicos y marcar sus estrategias políticas. Sin embargo, son muy diferentes las situaciones en que los diversos partidos se presentan a sus respectivos congresos.

El PP celebrará con tranquilidad su congreso nacional en primavera. Bajo el liderazgo indiscutible de Rajoy, irá preparando la renovación, sin prisas, pero sin pausas, en un contexto muy favorable desde la posición de gobierno que ostenta, sólo empañado por la abierta ruptura de Aznar, que, por ahora, no parece amenazar la cohesión interna del partido. El sistema de elección mediante delegados, y no por primarias, le garantiza al PP una renovación controlada, sin tensiones, ni situaciones imprevistas.

La situación del PSOE es muy diferente. Tras la crisis abierta con la dimisión de Pedro Sánchez y la constitución de la Comisión Gestora, el próximo congreso lo afronta en una situación aún enrarecida y con un partido abierto en canal y afectado por divisiones internas y por heridas todavía no cicatrizadas. Ninguno de sus dirigentes se atreve a mostrar sus cartas para la candidatura a la secretaría general. Parece que quisieran esperar hasta última hora para hacerlo, a fin de evitar anticiparse a lo que hagan los posibles rivales, dado el alto riesgo que asumen.

El caso de Susana Díaz es significativo. Señalada por todos los medios de comunicación como la candidata mejor situada en la carrera por dirigir el PSOE, no se atreve aún a decidirse, dada la animadversión que despierta en amplios sectores de la militancia por considerarla responsable del modo como se produjo la defenestración de Pedro Sánchez y la principal valedora de la abstención en la investidura de Rajoy. Dado que la elección del secretario general del PSOE será mediante primarias en las que cada militante tiene un voto, el riesgo que corre Susana Díaz es elevado.

Por eso, ante el hecho de no tener asegurada la victoria y ante el riesgo de que un enfrentamiento con Pedro Sánchez provocaría una ampliación de las divisiones internas en el PSOE, se va abriendo paso la idea de que haya un candidato de consenso (¿Patxi López?) que, en una etapa de transición, desempeñe un papel de apaciguamiento. De ese modo, dentro de tres años, el partido estaría en mejores condiciones que ahora para realizar la renovación definitiva de sus cuadros dirigentes y para definir con más calma sus principios programáticos.

Mientras tanto, el PSOE intenta recomponer su estrategia parlamentaria para hacerse visible ante la opinión pública como el primer partido de la oposición de izquierda, en clara disputa con Unidos Podemos. Hasta ahora, y con la buena interlocución que mantiene con el grupo parlamentario del PP, parece que lo está logrando al haber alcanzado acuerdos en temas importantes (como la subida del salario mínimo o el bono social). Pero la legislatura es larga y veremos si se mantiene la buena relación PP-PSOE a la vista de futuros acontecimientos (entre ellos el desenlace final del congreso socialista).

En lo que se refiere a Cs, el partido de Albert Rivera está pagando el precio de no haber querido formar parte de un gobierno de coalición con el PP. La fuerte beligerancia que mostró en las dos campañas electorales ante los temas de la corrupción en el PP, y la feroz crítica de Rivera contra Rajoy, hicieron que Cs tuviera las manos atadas para negociar su posición de cara a la formación del nuevo gobierno. Después del voto favorable a la investidura, lo más razonable hubiera sido que Cs entrara en el gobierno de Rajoy asumiendo dos o tres carteras ministeriales, pero estrechó tanto su margen de maniobra, que acabó siendo presa de sus propias exigencias. Fuera del gobierno, Cs está ahora en una posición extraña, en la que corre el riesgo de perder visibilidad y de diluirse en la oposición. Por eso, afronta su próximo congreso en una situación delicada, ya que tiene que definir bien su estrategia para la legislatura si no quiere quedar reducido a una posición irrelevante a pesar de haber sido, con su voto favorable, el artífice de que Rajoy esté hoy en el gobierno.

Por su parte, Podemos está sometido a fuertes tensiones internas de cara a su próximo congreso (Vistalegre 2). Dada su cultura abierta y participativa, esas tensiones se manifiestan con claridad y de manera algo infantil en las redes sociales, habiéndose expresado ya en las distintas asambleas regionales y en los “círculos”. Más allá de lo que ocurra dentro de las “mareas” y otras formas de organización, que, como se sabe, son partidos federados, pero independientes del partido que dirige Pablo Iglesias, la realidad nos dice que, dentro de Podemos, hay una fuerte lucha por el poder en la que se dirimen, además de disputas personales, modelos distintos de concebir la estructura del partido y estrategias políticas diferentes. En ese debate, demasiado personalizado en las figuras de Iglesias y Errejón (puesto que el grupo de los llamados “anticapitalistas” desempeña un papel fundamental), lo que se discute es el futuro modelo de Podemos como partido político.

La estrategia de Iglesias (cual un nuevo Anguita) es consolidar la alianza con la IU de Garzón y, abandonando su populismo inicial, refundar una izquierda que se oponga frontalmente al PSOE hasta superarlo y, si fuera posible, destruirlo. Esta ha sido siempre la gran aspiración de la izquierda comunista, que ahora confía en Iglesias para lograrlo en una estrategia de difícil ejecución, dada la todavía escasa vertebración interna de Unidos Podemos.

Frente a esa estrategia se sitúa Errejón, quien, coherente con el discurso populista que siempre ha defendido y que ha contribuido con sus escritos a darle cuerpo teórico e intelectual, defiende lo que llama “transversalidad” (pues, no olvidemos que el verdadero populista es Errejón, dicho esto sin ningún sentido peyorativo). Con el término de “transversalidad” lo que Errejón y sus seguidores pretenden es construir una alternativa de gobierno que no tenga por eje la clásica identidad de clase que ha caracterizado a los tradicionales partidos de izquierda, sino que agrupe de manera “transversal” al pueblo, a la “gente”. Con actitudes menos radicales y frentistas, sino más moderadas y amables, y con presencia más activa en las instituciones, aspiran a que Podemos logre atraer a un electorado diverso (de todo el espectro ideológico) desencantado con los grandes partidos.

El objetivo de los ya denominados “errejonistas” no es, por tanto, superar ni destruir al PSOE a corto plazo con una estrategia frontal, como pretende Iglesias, sino ir socavando poco a poco, sin prisas, las bases de apoyo socialista (y también las de Cs e incluso las del PP) para atraerlas a un partido con una cultura nueva y diferente de la tradicional y con una imagen institucional que lo haga creíble como alternativa de gobierno.

Por eso, Errejón y su grupo se empeñan en actuar de manera propositiva en las instituciones y en defender el modelo de democracia participativa que está en la esencia de Podemos como legado del 15M. Y por eso, se resisten a aceptar lo que entienden es la deriva autoritaria en que han caído Iglesias y sus seguidores al asumir la herencia del más rancio centralismo democrático de los viejos partidos comunistas. Ahí radica la clave del pulso que han tenido ambos grupos sobre el modo en que deben desarrollarse las deliberaciones en el próximo congreso de “Vista Alegre 2”, un congreso que, si es de integración, supondrá un fuerte impulso al proyecto de Podemos, pero que si profundiza las divisiones internas será el comienzo de su defunción.

En definitiva, el panorama político del año 2017 parece presentarse relativamente tranquilo en nuestro país, si bien con el tema del secesionismo catalán en el horizonte. Pero eso no es ninguna novedad, ya que también ha estado presente durante los dos años anteriores. El “bloque constitucionalista” (llamado así porque está formado por los partidos PP, PSOE, Cs y CC, que no cuestionan el actual marco constitucional, sino sólo reformarlo parcialmente cuando se den las condiciones propicias) es lo suficientemente amplio y cohesionado en el tema del modelo territorial como para poder gestionar la “cuestión catalana”. Con una equilibrada combinación entre los instrumentos que el ordenamiento jurídico vigente pone a disposición del gobierno, y una apuesta firme por introducir reformas en el tema de la financiación, el “bloque constitucionalista” espera socavar la base de apoyo de los partidos independentistas.

Es bueno que la legislatura sea larga y estable, ya que eso irá en beneficio de la recuperación económica, que es hoy por hoy la principal preocupación de los españoles tal como se viene reflejando en las sucesivas encuestas del CIS. A esa estabilidad contribuirá, sin duda, un buen entendimiento entre los partidos políticos (especialmente entre PP, PSOE, Cs y PNV), para lo cual es necesario que el PP sea consciente de que gobierna en minoría y precisa de pactos para sacar adelante su programa de gobierno. Pero también es necesario que esos otros partidos comprendan que una legislatura larga les beneficia a ellos de igual modo y que por ese motivo deben evitar estrategias obstruccionistas que sólo provocarían un adelanto electoral.