martes, 24 de mayo de 2016

EL   "ACUERDO   DE   PARIS"  
SOBRE   CAMBIO   CLIMATICO


Hay problemas que, por su dimensión global, no pueden ser tratados a nivel de un solo país, ni siquiera de un grupo de países, por lo que sólo cabe hacerlo en instituciones internacionales como Naciones Unidas. Ese es el caso del cambio climático, reconocido ya como uno de los más graves problemas globales que afectan a nuestro planeta y que, por ello, trasciende el ámbito regional o nacional.

El “Acuerdo de París”, suscrito el pasado 12 de diciembre en la capital francesa y firmado solemnemente en Nueva York el 22 de abril de este año 2016 (con motivo del Día de la Tierra), es una buena muestra de la utilidad de algunas instituciones internacionales para tratar asuntos globales.

El contexto

Nuestro planeta ha experimentado, por razones naturales, variaciones en el clima a lo largo de su historia (las glaciaciones son un ejemplo). Sin embargo, cuando hablamos del problema del “cambio climático” nos estamos refiriendo a variaciones climáticas ocasionadas por la acción de los seres humanos, vinculada a nuestros sistemas de desarrollo económico.

Este  problema se manifiesta de varias maneras, siendo la más relevante la subida de la temperatura media del planeta (calentamiento global) y la alteración de las estaciones climáticas y de la intensidad pluviométrica. Asociados al fenómeno del cambio climático, están los problemas de disminución de especies naturales (pérdida de biodiversidad biológica) y de aumento de la superficie de zonas áridas (desertificación).

Respecto a sus causas más inmediatas, cada vez hay más evidencia científica de que, en relación al calentamiento global, una de esas causas es la elevada concentración en la atmósfera de los llamados “gases de efecto invernadero” (GEI) (sobre todo, CO₂ y metano), provocada por las emisiones que generan los modelos productivos basados en la masiva utilización de combustibles fósiles como fuente de energía.

Dado que, según el grado de desarrollo económico, los países emiten diferentes niveles de estos gases (GEI), ha habido serias divergencias sobre cómo abordar este problema, debido a las distintas repercusiones que su tratamiento podría tener en los sistemas económicos y sociales. Una reducción de las emisiones conllevaría inevitablemente un cambio en los modelos productivos, que no todos los países están en condiciones de afrontar. Además, los países menos desarrollados consideran, con razón, que no tienen la misma responsabilidad que los más desarrollados en la generación del problema del cambio climático al emitir menores cantidades de gases GEI a la atmósfera, aunque lo sufran de igual modo y con menos recursos para hacerle frente. Y consideran también que no se les puede limitar el desarrollo de sus economías, ya de por sí bastante atrasadas, con la excusa de que es necesario disminuir el uso de combustibles fósiles para combatir el cambio climático.

A pesar de esas divergencias, siempre ha existido un amplio consenso sobre la necesidad de la cooperación internacional para afrontar este problema, dada la imposibilidad de solucionarlo con medidas adoptadas de manera separada por cada gobierno nacional. De ahí que haya sido el marco de las Naciones Unidas el más apropiado para tratar los asuntos relacionados con el cambio climático, considerado ya como un problema “global” que forma parte de la agenda política internacional.

Los antecedentes

La primera vez que se habló a nivel internacional sobre el problema del cambio climático fue en la Conferencia Mundial sobre el Clima, celebrada en Ginebra en 1979 y organizada por la OMM (Organización Meteorológica Mundial), organismo especializado de la ONU.

A raíz de ello, Naciones Unidas aprobó el Programa Mundial sobre el Clima, y en 1988 creó un Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (IPCC) encargado de elaborar informes científicos sobre la evolución de este problema. Consciente de la magnitud que iba tomando el problema del cambio climático y de la necesidad de la cooperación internacional para abordarlo, el IPCC propuso la redacción de un tratado internacional sobre este asunto.

Fue a raíz de la llamada “Cumbre de la Tierra” celebrada en Río de Janeiro (1992), que Naciones Unidas dio a conocer tres convenciones internacionales relacionadas con esta materia: una convención-marco sobre cambio climático (CMNUCC) y otras dos asociadas a aquélla (la CNUDB sobre biodiversidad y la CNULD sobre desertificación). Son convenciones a las que, desde su constitución, se han ido adhiriendo de forma voluntaria los distintos Estados miembros de la ONU (denominadas “partes contratantes”).

Al estar los tres temas interrelacionados, se ha creado incluso un “grupo común de enlace” para coordinar las acciones promovidas desde cada uno de esos tratados o convenciones, y para organizar las correspondientes conferencias anuales de las partes contratantes (COP). Desde que en 1994 entró en vigor la citada convención-marco sobre cambio climático (CMNUCC), se han celebrado 21 de esas conferencias internacionales, siendo la última la que tuvo lugar en París en los meses de noviembre-diciembre del pasado año.

La COP-21 celebrada en la capital francesa finalizó, como he señalado, con la firma del llamado “Acuerdo de París”, suscrito en esta primera fase por los representantes de los Estados allí presentes. Este Acuerdo sucede al “Protocolo de Kioto” (1997), y se pretende que entre en vigor a partir del año 2020, siempre que sea ratificado al máximo nivel político por un mínimo de 55 Estados que sean responsables de, al menos, el 55% de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI).

La importancia del Acuerdo

La importancia del “Acuerdo de París” ha sido reconocida desde diversos círculos de opinión (incluidos los vinculados a las organizaciones ecologistas) sobre la base de los siguientes aspectos.

En primer lugar, se destaca su alcance político, al haber sido firmado por los representantes de 195 países (la práctica totalidad de los Estados que forman parte de la CMNUCC). Para medir ese alcance, baste recordar que el “Protocolo de Kioto” sólo fue suscrito por 37 países, que representaban entonces un exiguo 11% del total de las emisiones de gases GEI, y no lo suscribieron países de la talla de EE.UU., China, Rusia, Canadá y Japón, ni tampoco la mayor parte de los países en desarrollo.

En segundo lugar, su importancia radica en que, por primera vez, se reconoce, al más alto nivel político y con un amplio acuerdo internacional, que el problema del cambio climático es un hecho evidente y que las elevadas emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) son las principales responsables del aumento de la temperatura del planeta. Se admite también que esas emisiones no son naturales, sino provocadas por el alto consumo de combustibles fósiles en los modelos productivos imperantes. Se cierra así un largo periodo de discrepancias sobre la realidad del problema del “calentamiento global” y sus causas, al haberse alcanzado en París un amplio consenso en torno a la evidencia de que el problema existe y a la necesidad de abordarlo mediante la cooperación internacional.

En tercer lugar, la importancia del “Acuerdo de París” estriba en el status de tratado internacional que tiene. Eso significa que es legalmente vinculante, si bien es verdad que los mecanismos sancionadores para los países que lo incumplan se han dejado para un desarrollo posterior. No obstante, en el Acuerdo se establecen protocolos de supervisión y seguimiento para comprobar cada cinco años su grado de cumplimiento por parte de los Estados firmantes. En ausencia de sanciones, esto puede parecer un brindis al sol, pero no lo es, ya que los informes de seguimiento darán sólidos argumentos a las opiniones públicas nacionales e internacionales, y a los medios de comunicación, para señalar y criticar a los países que incumplan sus compromisos, además de su incidencia en las relaciones entre los Estados. Es una especie de sanción moral, con más efectividad de lo que pudiera pensarse, en estos tiempos en los que la opinión pública adquiere una influencia colosal en las sociedades democráticas.

En cuarto lugar, el Acuerdo fija objetivos concretos, como el de que no suba la temperatura media del planeta por encima de los 2ºC respecto a la que tenía en la época preindustrial (mediados del siglo XIX). Los informes de los expertos del IPCC indican que ya ha subido en torno a 1ºC y que si se continúa con el actual modelo productivo puede aumentar hasta 3ºC, lo que provocaría la subida del nivel del mar como consecuencia del deshielo polar, con resultados catastróficos para el conjunto del planeta. Conscientes de la gravedad del problema, los firmantes del “Acuerdo de París” han apostado de forma clara por impulsar modelos de producción menos dependientes de los combustibles fósiles, con objeto de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI). Pero también han apostado por frenar la deforestación e incluso impulsar una ampliación de la superficie forestal, dada la importancia de los bosques como sumideros en la fijación de CO₂ gracias a la función de fotosíntesis que realizan y que sirve para contrarrestar la excesiva concentración de estos gases en la atmósfera.

En quinto lugar, se reconoce en el Acuerdo que, si bien el problema del cambio climático afecta al conjunto del planeta, no todos los países tienen la misma responsabilidad en ello (al emitir distintas cantidades de gases GEI a la atmósfera), ni tampoco la misma capacidad para reorientar sus modelos productivos al ser diferentes sus niveles de desarrollo económico. Por eso, se plantea en el Acuerdo la necesidad de ayudar a los países pobres en la lucha contra el cambio climático, creándose para ello un fondo económico (fondo verde) dotado con recursos procedentes de los países más desarrollados. Se establece incluso el compromiso de dotar ese fondo con 100.000 millones de dólares anuales a partir de la entrada en vigor del Acuerdo, con posibilidad de que pueda aumentarse y de que los países emergentes que lo deseen puedan contribuir también al mismo.

En sexto lugar, otra novedad significativa del “Acuerdo de París” es que afecta a la práctica totalidad de las fuentes causantes de las emisiones de gases GEI, incluyendo los modelos de agricultura intensiva de alto consumo de productos químicos (fertilizantes, pesticidas, herbicidas,…), aunque excluyendo, por ahora, a la aviación y el transporte marítimo (que sólo representan el 10% de las emisiones, pero que son los sectores en los que se ha producido un mayor crecimiento en las dos últimas décadas).

En séptimo lugar, cabe destacar el compromiso adquirido por los países firmantes del Acuerdo de presentar “planes nacionales de reducción de emisiones”, algo que ya hicieron 187 países en la conferencia de París, mostrando así su firme voluntad de contribuir a la lucha contra el cambio climático. Estos planes, que deberán ser revisados al alza en los próximos años, incluye compromisos de reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), pero también de promover modelos agrícolas y forestales más extensivos y sostenibles por, como he señalado, las funciones positivas que realizan en la absorción y captura del carbono presente en la atmósfera.

Conclusiones

Por todo lo anteriormente expuesto, cabe señalar que el “Acuerdo de París” supone un importante paso adelante respecto al “Protocolo de Kioto” en la lucha contra el cambio climático, al plantear objetivos equilibrados para reducir la concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera, con el horizonte puesto en el año 2050.

Como en todo acuerdo internacional, la valoración puede centrarse en lo acordado o en lo que queda excluido del acuerdo. Desde mi punto de vista son más los aspectos positivos de lo aprobado en París, que los que pueden ponerse en el platillo negativo de la balanza por no haberse ido más lejos en los compromisos contraídos, tal como critican algunas ONGs que trabajan sobre estos temas.

Pero hay que recordar que, en el ámbito de la política (y el “Acuerdo de París” se sitúa en ese ámbito al ser sus firmantes los gobiernos de los Estados), las decisiones se toman según la lógica de lo posible (no de lo deseable). Lo acordado en París es el mínimo común denominador que ha sido posible consensuar entre los representantes de casi doscientos gobiernos con realidades e intereses muy distintos en relación a las causas y efectos del cambio climático.

Dada la complejidad de las negociaciones, se entiende la satisfacción de Laurent Fabius, ministro francés de Asuntos Exteriores, anfitrión de la COP-21, cuando al final de la conferencia se felicitaba por haberse alcanzado un acuerdo tan amplio sobre tantas cosas, aunque reconocía que todavía quedan pendientes asuntos importantes.

Ahora es el turno de las responsabilidades de los gobiernos para cumplir los compromisos contraídos. La primera prueba será cuando toque ratificar el “Acuerdo de París” en los respectivos parlamentos nacionales, cosa que, en algunos casos, no será fácil de lograr como ya ocurrió cuando la ratificación del “Protocolo de Kioto”, en la que muchos de los países que inicialmente lo suscribieron no lo ratificaron después.

Esperemos que no ocurra lo mismo con el “Acuerdo de París”, y que pueda entrar en vigor en 2020. Necesitamos que sea así por el bien de nuestro planeta y de todos los que vivimos en él.

lunes, 9 de mayo de 2016

EL  DIA  DE  EUROPA
La  Unión  Europea  en  la  encrucijada


Hoy, “Día de Europa”, es una buena ocasión para reflexionar sobre el estado actual del proceso de integración europea, aunque no sean tiempos fáciles para analizarlo con objetividad. El tema de los refugiados, la amenaza del Brexit (salida del Reino Unido), el ascenso de los grupos ultranacionalistas en algunos países (Austria, Alemania,…) y los problemas económicos que siguen afectando a la zona euro de la UE, adquieren una importancia y una urgencia tales en la preocupación de la ciudadanía, que se superponen a todo lo demás. Todo ello está provocando una profunda desafección de los ciudadanos, haciendo caer a mínimos históricos la confianza en las instituciones comunitarias. 

Sin embargo, el convulso panorama internacional hace más necesario que nunca dar una respuesta europea a problemas que no pueden ser gestionados a escala de cada país. Nos encontramos, por tanto, ante una situación en la que se necesitan respuestas a nivel europeo, pero en la que las instituciones de la UE no parecen encontrar los procedimientos adecuados para aplicar las medidas con la celeridad que se precisa.

Todo ello genera confusión en la ciudadanía, a lo que contribuye también la diversidad de imágenes que recibimos de la UE, dispares y contradictorias. Por un lado, tenemos la imagen de una institución alejada de los ciudadanos, que toma decisiones que muchas veces no entendemos (por ejemplo, el reciente acuerdo con Turquía o la negociación del TTIP con los EE.UU.) o que se encarga de fustigarnos con el látigo de la austeridad y los recortes presupuestarios.

Pero, por otro lado, recibimos la imagen de una UE que concede importantes ayudas económicas (como las agrarias y pesqueras), que impulsa las inversiones en infraestructuras y equipamientos (como autovías, trenes de alta velocidad,…), que promueve programas de intercambio cultural y científico (programa ERASMUS), que impulsa programas de cooperación interregional (como INTERREG) o que incluso está sirviendo de garantía para defender los derechos sociales de los ciudadanos europeos (como ha ocurrido con algunas sentencias del Tribunal de Justicia de la UE, en relación al tema de los desahucios).

Ambas imágenes reflejan lo que es hoy la UE, un proceso marcado por dos rasgos: singularidad y complejidad. Es un proceso “singular” porque no tiene parangón en el derecho internacional, de tal modo que no es posible compararlo con otras experiencias de características similares, porque no existen. La UE se define más por lo que no es, que por lo que es: no es una estructura federal de Estados; no es una confederación, y tampoco un sistema de cooperación intergubernamental, aunque tiene un poco de todo ello. La UE es, además, un proceso “complejo”, ya que funciona a varias velocidades y con lógicas políticas que no afectan por igual a todos los Estados miembros. Por ejemplo, la UEM (zona euro) afecta sólo a 17 Estados, y el control fiscal y presupuestario sólo es ejercido sobre los gobiernos de los países que decidieron adoptar la moneda única. No hay política común ni en educación ni sanidad, ni tampoco en política exterior, sino sólo acuerdos de cooperación intergubernamental.

A esos dos rasgos, habría que añadir el de las limitaciones presupuestarias de la UE. Es importante señalar que el presupuesto económico común representa un insignificante 1% de la riqueza agregada de los 28 Estados miembros (pensemos que en los países desarrollados de nuestro entorno, el gasto público gira en torno al 40-50% de la riqueza de cada país). Esto significa que el bienestar de la población europea en general, y de la española en particular, sólo, en una pequeña medida, es responsabilidad directa de las políticas comunes de la UE.

Ni la calidad de los sistemas sanitarios o educativos nacionales, ni el nivel de prestación de los servicios sociales, ni el buen o mal funcionamiento de los servicios públicos, ni los problemas de desindustrialización que sufren algunas regiones europeas, ni las elevadas tasas de paro que asolan a algunos países (como España),… son responsabilidad de la UE, sino de los gobiernos nacionales o regionales. Es verdad que, dentro de la UEM (zona euro), los 19 gobiernos de los países de la moneda común están obligados a cumplir determinadas normas en materia de gasto público que, al final, tienen efectos sobre sus presupuestos nacionales. Pero al no ser todavía una política plenamente común, esas normas no son resultado de decisiones que toma la Comisión Europea, sino de los acuerdos que adoptan los gobiernos nacionales en el marco del Eurogrupo (ministros de Economía y Finanzas de la eurozona).

Asimismo, en el tema de la gestión del tema de los refugiados tampoco existe una política común de asilo, por lo que las medidas que propone la Comisión Europea tienen que ser refrendadas y aplicadas sobre el terreno por los gobiernos de cada país, que son los responsables de su gestión. 

En definitiva, la UE pone a disposición de los gobiernos nacionales recursos económicos (en forma de fondos) e instrumentos normativos (reglamentos y directivas) para acompañar en los correspondientes países la aplicación de las respectivas políticas públicas. Hay países en los que sus gobiernos saben aprovechar esas oportunidades mejor que otros, al tener el acierto de completar las políticas europeas con eficaces políticas propias en pro del bienestar de sus ciudadanos. Sin embargo, hay otros, en los que los ingentes recursos que llegan de Bruselas son oportunidades perdidas al no haber sabido utilizarlas sus gobiernos como palancas de desarrollo en los correspondientes territorios. 

Conviene no olvidar esto en este Día de Europa, cuando la UE se enfrenta a uno de los momentos más críticos en sus más de cincuenta años de historia.

jueves, 5 de mayo de 2016

EL   ACUERDO   DE   ASOCIACIÓN   TRANSATLÁNTICA  
ENTRE   LA  UNION EUROPEA  Y  LOS  ESTADOS  UNIDOS  DE  AMERICA
Eduardo Moyano Estrada


Hace unos meses culminaron las negociaciones sobre el Acuerdo de Asociación Transpacífica (TPP) entre los EE.UU. y once países del Pacífico (entre ellos economías tan importantes como la de Japón, Australia, Singapur, Canadá o México). Ahora se está en la fase final del Acuerdo entre la Unión Europea y los EE.UU. (TTIP), que, si se logra, permitiría crear la mayor zona de libre comercio, ya que ambas potencias económicas representan más del 50% del PIB mundial, más de un tercio del comercio internacional de bienes y servicios, y 800 millones de consumidores.

La negociación sobre el TTIP partió de una iniciativa del Presidente Obama, y se planteó con el objetivo de establecer una zona de libre comercio UE-EE.UU., que superara el punto muerto al que se había llegado en la ronda de Doha de la OMC (Organización Mundial del Comercio). Prueba de ello es el interés personal del propio Obama en que se pueda firmar un primer acuerdo antes de que finalice su mandato presidencial, interés reflejado en su reciente viaje a Europa.

Sin embargo, con el transcurso de las negociaciones, el TTIP se ha ido convirtiendo en un proyecto que no sólo trata de cuestiones comerciales, sino que también incorpora temas de mayor importancia, lo que dificulta el acuerdo. Temas como la armonización de normas, la homologación de exigencias administrativas, la coordinación de leyes para facilitar el comercio y la inversión, o la creación de especiales instancias judiciales, son asuntos de gran calado que están provocando un intenso debate tanto desde el lado europeo, como del norteamericano, manifestándose posiciones a favor y en contra del mismo.

Así, en el debate del Parlamento Europeo sobre el Informe Lange (en junio pasado), se manifestaron en contra grupos de la izquierda (diputados de IU y Podemos y algunos socialistas), pero también Los Verdes y grupos ultranacionalistas (como el Frente Nacional francés). Por su parte, populares, conservadores, liberales y la mayor parte de los socialistas (entre ellos, los del PSOE) manifestaron su apoyo. En la parte norteamericana, los sindicatos y sectores del Partido Demócrata (los vinculados a Sanders) están claramente en contra del TTIP (no así Hilary Clinton, que mantiene una actitud ambigua ante el riesgo de que apoyarlo le suponga un alto coste electoral). Donald Trump, candidato del Partido Republicano, también se ha manifestado en contra, aunque más por ser un legado de Obama que por ser contrario al acuerdo comercial con la UE.

Los detractores (que han ampliado su base de apoyo con movimientos sociales como ATTAC, Vía Campesina o Greenpeace), consideran que el TTIP no es necesario, ya que los aranceles son ya muy bajos en las relaciones comerciales entre los EE.UU. y la UE. Ven en el acuerdo los intereses de las grandes empresas norteamericanas por entrar en Europa e imponer sus estrategias de privatización de servicios públicos y de rebaja de las exigencias ambientales (en asuntos como los transgénicos o el fracking), por citar sólo algunas de las críticas. Además, consideran que se está tratando con total secretismo asuntos que afectan al funcionamiento del sistema democrático, como la propuesta de crear instancias extrajudiciales (ISDS) para dirimir posibles conflictos entre empresas y gobiernos.

Los favorables al TTIP entienden que, en el actual contexto de capitalismo global, ya no es posible que un país pueda ser viable replegándose sobre sus propios mercados internos, siendo necesario establecer alianzas comerciales para no caer en el aislamiento o en la insignificancia económica. Además, consideran que la economía europea está perdiendo peso en el conjunto de la economía mundial ante la competencia de otras economías emergentes. En su opinión, es necesario establecer una alianza comercial con los EE.UU., percibido como el mejor socio que puede tener la UE, tanto por razones políticas (sistemas democráticos similares, alianzas militares comunes), como económicas (sistemas de mercado y economías muy parejas) y culturales (valores ético-normativos comunes). A ello añaden que una posible asociación transatlántica neutralizaría la tendencia reciente de los EE.UU. a volcarse en el área del Pacífico (recordemos que ya se ha firmado el citado acuerdo transpacífico TPP), y haría que los gobiernos y agentes económicos norteamericanos volvieran a interesarse por los temas y socios europeos en un momento en que se reactivan las tensiones internacionales según la lógica de una nueva “guerra fría” entre grandes bloques.

Este es el tablero del juego. Por ahora lo que tenemos es un proceso de negociación del que se van sabiendo algunos detalles, pero que sólo se conocerá en su totalidad cuando finalice el trabajo de la comisión negociadora UE-EE.UU. y se haga público el proyecto definitivo. Entonces el proceso seguirá su curso en las instancias políticas de cada parte. En la UE, el acuerdo deberá ser aprobado por el Parlamento Europeo y el Consejo, y, en algunos Estados, tendrá incluso que ratificarlo sus parlamentos nacionales en un momento que no es precisamente el mejor para generar consensos políticos dada la creciente polarización. De hecho, el presidente Hollande ya ha amenazado con vetar el acuerdo sobre el TTIP si va en contra de los intereses franceses, ante el temor de que la bandera del proteccionismo la enarbole la ultraderechista Marine Le Pen. Por parte de los EE.UU., el acuerdo deberá pasar por el Congreso, en plena campaña presidencial, lo que puede retrasar su ratificación.

Sea como fuere, estamos ante un asunto de gran importancia para la UE, sobre el que los gobiernos deberían esmerarse en informar a sus respectivos parlamentos y en ofrecer la máxima transparencia posible a sus ciudadanos. Sólo así se podrá lograr el apoyo inicial de la ciudadanía europea, neutralizando el rechazo general que este tipo de acuerdos conlleva (sobre todo, si es con los EE.UU., dado el sentimiento antinorteamericano de ciertos sectores de la opinión pública europea).

Los acuerdos de libre comercio no pueden ser nunca un fin en sí mismos, sino un medio para mejorar el bienestar de la población. Por eso, si bien las negociaciones sobre el TTIP pueden valorarse como algo positivo por ser una vía para avanzar en las relaciones económicas con los EE.UU., habrá que estar alerta para ver cómo se va concretando el acuerdo y comprobar si lo acordado afecta, y en qué medida, al modelo económico y social europeo. Además, hay que valorar si la entrada en vigor de un acuerdo como el TTIP tendrá efectos negativos sobre las relaciones comerciales que mantiene la UE con terceros países. No obstante, hay fórmulas para evitar que un acuerdo de esa naturaleza tenga efectos perniciosos en sectores sensibles, como es el caso del sector cultural o de algunos subsectores agrícolas, donde sería necesario el establecimiento de cláusulas de salvaguardia o simplemente dejarlos fuera del acuerdo en una primera fase.

En todo caso, creo que rechazar, por principios, la posibilidad de que la UE alcance una ambiciosa alianza económica con los EE.UU. (su socio natural) sería fruto de un prejuicio difícil de sostener. La negociación está abierta, y nuestra misión como ciudadanos es hacer llegar, tanto a nivel individual como a través del movimiento asociativo, nuestros puntos de vista a los parlamentos y a la Comisión Europea sobre los distintos temas del TTIP, sin descartar recurrir a la movilización si creemos que nuestras peticiones no están siendo atendidas. La voz última será, como he señalado, la del Parlamento Europeo, que tendrá la oportunidad de aprobar o rechazar el texto final que le presente el Consejo de Ministros de la UE, de acuerdo con lo establecido en el proceso de codecisión.

(una versión algo más amplia de este artículo fue publicada en "Alternativas Económicas" en el mes de febrero de este año 2016)