jueves, 5 de mayo de 2016

EL   ACUERDO   DE   ASOCIACIÓN   TRANSATLÁNTICA  
ENTRE   LA  UNION EUROPEA  Y  LOS  ESTADOS  UNIDOS  DE  AMERICA
Eduardo Moyano Estrada


Hace unos meses culminaron las negociaciones sobre el Acuerdo de Asociación Transpacífica (TPP) entre los EE.UU. y once países del Pacífico (entre ellos economías tan importantes como la de Japón, Australia, Singapur, Canadá o México). Ahora se está en la fase final del Acuerdo entre la Unión Europea y los EE.UU. (TTIP), que, si se logra, permitiría crear la mayor zona de libre comercio, ya que ambas potencias económicas representan más del 50% del PIB mundial, más de un tercio del comercio internacional de bienes y servicios, y 800 millones de consumidores.

La negociación sobre el TTIP partió de una iniciativa del Presidente Obama, y se planteó con el objetivo de establecer una zona de libre comercio UE-EE.UU., que superara el punto muerto al que se había llegado en la ronda de Doha de la OMC (Organización Mundial del Comercio). Prueba de ello es el interés personal del propio Obama en que se pueda firmar un primer acuerdo antes de que finalice su mandato presidencial, interés reflejado en su reciente viaje a Europa.

Sin embargo, con el transcurso de las negociaciones, el TTIP se ha ido convirtiendo en un proyecto que no sólo trata de cuestiones comerciales, sino que también incorpora temas de mayor importancia, lo que dificulta el acuerdo. Temas como la armonización de normas, la homologación de exigencias administrativas, la coordinación de leyes para facilitar el comercio y la inversión, o la creación de especiales instancias judiciales, son asuntos de gran calado que están provocando un intenso debate tanto desde el lado europeo, como del norteamericano, manifestándose posiciones a favor y en contra del mismo.

Así, en el debate del Parlamento Europeo sobre el Informe Lange (en junio pasado), se manifestaron en contra grupos de la izquierda (diputados de IU y Podemos y algunos socialistas), pero también Los Verdes y grupos ultranacionalistas (como el Frente Nacional francés). Por su parte, populares, conservadores, liberales y la mayor parte de los socialistas (entre ellos, los del PSOE) manifestaron su apoyo. En la parte norteamericana, los sindicatos y sectores del Partido Demócrata (los vinculados a Sanders) están claramente en contra del TTIP (no así Hilary Clinton, que mantiene una actitud ambigua ante el riesgo de que apoyarlo le suponga un alto coste electoral). Donald Trump, candidato del Partido Republicano, también se ha manifestado en contra, aunque más por ser un legado de Obama que por ser contrario al acuerdo comercial con la UE.

Los detractores (que han ampliado su base de apoyo con movimientos sociales como ATTAC, Vía Campesina o Greenpeace), consideran que el TTIP no es necesario, ya que los aranceles son ya muy bajos en las relaciones comerciales entre los EE.UU. y la UE. Ven en el acuerdo los intereses de las grandes empresas norteamericanas por entrar en Europa e imponer sus estrategias de privatización de servicios públicos y de rebaja de las exigencias ambientales (en asuntos como los transgénicos o el fracking), por citar sólo algunas de las críticas. Además, consideran que se está tratando con total secretismo asuntos que afectan al funcionamiento del sistema democrático, como la propuesta de crear instancias extrajudiciales (ISDS) para dirimir posibles conflictos entre empresas y gobiernos.

Los favorables al TTIP entienden que, en el actual contexto de capitalismo global, ya no es posible que un país pueda ser viable replegándose sobre sus propios mercados internos, siendo necesario establecer alianzas comerciales para no caer en el aislamiento o en la insignificancia económica. Además, consideran que la economía europea está perdiendo peso en el conjunto de la economía mundial ante la competencia de otras economías emergentes. En su opinión, es necesario establecer una alianza comercial con los EE.UU., percibido como el mejor socio que puede tener la UE, tanto por razones políticas (sistemas democráticos similares, alianzas militares comunes), como económicas (sistemas de mercado y economías muy parejas) y culturales (valores ético-normativos comunes). A ello añaden que una posible asociación transatlántica neutralizaría la tendencia reciente de los EE.UU. a volcarse en el área del Pacífico (recordemos que ya se ha firmado el citado acuerdo transpacífico TPP), y haría que los gobiernos y agentes económicos norteamericanos volvieran a interesarse por los temas y socios europeos en un momento en que se reactivan las tensiones internacionales según la lógica de una nueva “guerra fría” entre grandes bloques.

Este es el tablero del juego. Por ahora lo que tenemos es un proceso de negociación del que se van sabiendo algunos detalles, pero que sólo se conocerá en su totalidad cuando finalice el trabajo de la comisión negociadora UE-EE.UU. y se haga público el proyecto definitivo. Entonces el proceso seguirá su curso en las instancias políticas de cada parte. En la UE, el acuerdo deberá ser aprobado por el Parlamento Europeo y el Consejo, y, en algunos Estados, tendrá incluso que ratificarlo sus parlamentos nacionales en un momento que no es precisamente el mejor para generar consensos políticos dada la creciente polarización. De hecho, el presidente Hollande ya ha amenazado con vetar el acuerdo sobre el TTIP si va en contra de los intereses franceses, ante el temor de que la bandera del proteccionismo la enarbole la ultraderechista Marine Le Pen. Por parte de los EE.UU., el acuerdo deberá pasar por el Congreso, en plena campaña presidencial, lo que puede retrasar su ratificación.

Sea como fuere, estamos ante un asunto de gran importancia para la UE, sobre el que los gobiernos deberían esmerarse en informar a sus respectivos parlamentos y en ofrecer la máxima transparencia posible a sus ciudadanos. Sólo así se podrá lograr el apoyo inicial de la ciudadanía europea, neutralizando el rechazo general que este tipo de acuerdos conlleva (sobre todo, si es con los EE.UU., dado el sentimiento antinorteamericano de ciertos sectores de la opinión pública europea).

Los acuerdos de libre comercio no pueden ser nunca un fin en sí mismos, sino un medio para mejorar el bienestar de la población. Por eso, si bien las negociaciones sobre el TTIP pueden valorarse como algo positivo por ser una vía para avanzar en las relaciones económicas con los EE.UU., habrá que estar alerta para ver cómo se va concretando el acuerdo y comprobar si lo acordado afecta, y en qué medida, al modelo económico y social europeo. Además, hay que valorar si la entrada en vigor de un acuerdo como el TTIP tendrá efectos negativos sobre las relaciones comerciales que mantiene la UE con terceros países. No obstante, hay fórmulas para evitar que un acuerdo de esa naturaleza tenga efectos perniciosos en sectores sensibles, como es el caso del sector cultural o de algunos subsectores agrícolas, donde sería necesario el establecimiento de cláusulas de salvaguardia o simplemente dejarlos fuera del acuerdo en una primera fase.

En todo caso, creo que rechazar, por principios, la posibilidad de que la UE alcance una ambiciosa alianza económica con los EE.UU. (su socio natural) sería fruto de un prejuicio difícil de sostener. La negociación está abierta, y nuestra misión como ciudadanos es hacer llegar, tanto a nivel individual como a través del movimiento asociativo, nuestros puntos de vista a los parlamentos y a la Comisión Europea sobre los distintos temas del TTIP, sin descartar recurrir a la movilización si creemos que nuestras peticiones no están siendo atendidas. La voz última será, como he señalado, la del Parlamento Europeo, que tendrá la oportunidad de aprobar o rechazar el texto final que le presente el Consejo de Ministros de la UE, de acuerdo con lo establecido en el proceso de codecisión.

(una versión algo más amplia de este artículo fue publicada en "Alternativas Económicas" en el mes de febrero de este año 2016)

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