domingo, 28 de febrero de 2016

LA UNIÓN EUROPEA Y LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA
  EN CLAVE TRANSATLÁNTICA

Eduardo Moyano Estrada
(publicado en “Alternativas Económicas” en noviembre de 2015)


Es paradójico que, en épocas de apertura y globalización económica, se acelere la formación de grandes bloques comerciales. El pasado lunes, culminaron las negociaciones sobre el Acuerdo de Asociación Transpacífica (TPP) entre los EE.UU. y once países del Pacífico (entre ellos economías tan importantes como la de Japón, Australia, Singapur, Canadá o México), si bien aún debe ser refrendado por sus respectivos gobiernos y parlamentos nacionales.

Desde hace varios años, la Unión Europea (UE) y los Estados Unidos de América (EE.UU.) negocian un acuerdo de asociación para el comercio y la inversión (conocido por sus siglas inglesas TTIP: Transatlantic Trade and Investment Partnership). Si se logra, se crearía la zona de libre comercio más amplia del mundo, al sumar entre ambas potencias económicas más del 50% del PIB mundial, más de un tercio del comercio internacional de bienes y servicios, y 800 millones de consumidores. No es, por tanto, un acuerdo comercial más, de los muchos que tiene la UE con estados no miembros (por ejemplo, Marruecos, Turquía o los países de la AELC), sino un acuerdo de mayores dimensiones.

La negociación sobre el TTIP se inició con el objetivo de establecer una zona de libre comercio UE-EE.UU. que superara el punto muerto al que se había llegado en la ronda Doha de la OMC (Organización Mundial del Comercio). Sin embargo, a lo largo de la negociación, el TTIP se ha ido convirtiendo en un proyecto que pretende ir más allá de las simples cuestiones comerciales, incorporando temas tales como la armonización de normas, la homologación de exigencias administrativas o la coordinación de leyes para facilitar el comercio y la inversión. Y es precisamente por su mayor ambición y por las importantes implicaciones de lo tratado, que está surgiendo un intenso debate a nivel europeo y norteamericano sobre este asunto, manifestándose posiciones a favor y en contra del mismo.

De hecho, el Parlamento Europeo debatió el pasado mes de julio el Informe Lange (llamado así por el nombre del ponente), que fue aprobado sólo con el voto favorable de 436 diputados, procedentes del grupo popular europeo (PPE) y de los grupos conservador y liberal (ALD), así como de gran parte del grupo socialdemócrata (entre ellos, todos los del PSOE). El Informe recibió 241 votos en contra: algunos socialistas (belgas, daneses, británicos,…), todos Los Verdes, toda la Izquierda Unitaria Europea (donde están los españoles de Podemos e IU), el Movimiento 5 Estrellas italiano, y los franceses del lepenista Frente Nacional.

Los contrarios al TTIP han ampliado su red, al unírsele movimientos sociales como La Via Campesina o ATTAC, y municipios de algunas grandes ciudades europeas (como Barcelona y Madrid). Consideran que no es necesario un acuerdo comercial de esta naturaleza, ya que los aranceles medios son ya muy bajos en las relaciones comerciales entre los EE.UU. y la UE. Ven en el TTIP los intereses de las grandes empresas norteamericanas por entrar en Europa y por imponer unas estrategias agresivas que pondrían en riesgo el carácter público de muchos servicios municipales (agua, electricidad,…), además de rebajar las importantes exigencias ambientales de la UE (en asuntos como los transgénicos o el fracking) y de reducir los derechos laborales de que ahora disfrutan los trabajadores europeos. Asimismo, consideran que se están tratando con total secretismo asuntos que afectan al funcionamiento del sistema democrático, como el control previo de la legislación relativa al comercio y la inversión, o la propuesta de crear instancias extrajudiciales (ISDS) para dirimir posibles conflictos entre empresas y gobiernos (propuesta que ha sido modificada tras la mediación de la comisaria Malmström).

Los favorables al TTIP abogan por los efectos positivos que tendría en la economía europea (tanto en el crecimiento del PIB, como en la creación de empleo), y entienden que, en el actual contexto de capitalismo global, la UE no puede replegarse sobre su propio mercado interno. Además, consideran que la economía europea está perdiendo peso en el conjunto de la economía mundial ante la competencia de otras economías emergentes. Todo eso les lleva a plantear la necesidad de establecer una alianza comercial con los EE.UU., percibido como el mejor socio que puede tener la UE, tanto por razones políticas (sistemas democráticos similares, alianzas militares comunes), como económicas (sistemas de mercado y economías muy parejas) y culturales (valores ético-normativos comunes). A ello añaden que una posible asociación transatlántica neutralizaría la tendencia de los EE.UU. a volcarse en el área del Pacífico haciendo que los gobiernos y agentes económicos norteamericanos volvieran a interesarse por los temas y socios europeos. Recordemos en ese sentido el citado acuerdo Trans-Pacífico (TPP) entre EE.UU. y once países de esa región, aún pendiente de ratificación.

Estamos, por tanto, ante un asunto de gran importancia para la UE, sobre el que los gobiernos nacionales deberían esmerarse en informar a sus respectivos parlamentos y en ofrecer la máxima transparencia posible a sus ciudadanos. Sólo así se podrá lograr el apoyo inicial de la ciudadanía europea y de las organizaciones de la sociedad civil, neutralizando el rechazo general que este tipo de acuerdos a veces conlleva (sobre todo, si la otra parte son los EE.UU., dado el fuerte sentimiento antinorteamericano de ciertos sectores de la opinión pública europea).

Los acuerdos de libre comercio no pueden ser nunca un fin en sí mismos, sino un medio para mejorar el bienestar de la población. Por eso, si bien las negociaciones sobre el TTIP pueden valorarse como algo positivo por ser una vía para avanzar en las relaciones económicas con los EE.UU., habrá que estar alerta para ver cómo se van concretando los acuerdos y comprobar si afectan, y en qué medida, a nuestro modelo económico y social y si pueden poner en riesgo el bienestar de los ciudadanos europeos. Además, hay que valorar si la entrada en vigor de un acuerdo como el TTIP tendría efectos negativos sobre las relaciones comerciales que mantiene la UE con terceros países. No obstante, hay fórmulas para evitar que un acuerdo de esa naturaleza tenga efectos perniciosos en sectores sensibles, como es el caso del sector cultural o de algunos subsectores agrícolas, donde sería necesario el establecimiento de cláusulas de salvaguardia o simplemente dejarlos fuera del acuerdo en una primera fase.


En todo caso, rechazar de plano la posibilidad de que la UE alcance una ambiciosa alianza económica con los EE.UU. (su socio natural) sería fruto de un prejuicio difícil de sostener. La negociación está abierta, y nuestra misión ahora como ciudadanos, tanto a nivel individual como a través del movimiento asociativo, es hacer llegar a los gobiernos nacionales y a la Comisión Europea, nuestros puntos de vista sobre los distintos temas del TTIP, sin descartar recurrir a la movilización si creemos que nuestras peticiones no están siendo atendidas. La voz última será, en definitiva, la del Parlamento Europeo, que tendrá la oportunidad de aprobar o rechazar el texto final que le presente el Consejo de Ministros de la UE, de acuerdo a lo establecido en el proceso de codecisión.

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