domingo, 18 de diciembre de 2016

EL  BOOM  DEL  RUNNING   

En los años 1960 y 1970, fue el cross country (o “campo a través”, con el palentino Mariano Haro como estrella española). Luego, cuando esta práctica deportiva pasó a los parques y calles de las ciudades, se extendió el uso del término footing y, más tarde, el de jogging. Ahora es #running el término que utilizamos para denominar lo que es simplemente “correr”. 

“¡Corre Forrest… corre!” y Forrest Gump no paraba de correr. Tras él, por efecto imitación, una hilera de corredores le seguían sin saber muy bien por qué lo hacían. Yo llevo cincuenta años corriendo sin parar, desde que comencé a practicar el cross allá por mediados de los años 1960, y aún sigo disfrutando de un deporte que me apasiona.

Hace unos días un amigo, también corredor, pero de maratones y carreras populares, me preguntaba, en un programa de radio, cuáles eran las razones que, desde el punto de vista del sociólogo, explicarían el boom del running. Las improvisé en esa conversación radiofónica, y ahora, algo más organizadas, las comparto en mi blog.

Los especialistas deportivos dirían que, mientras el jogging hace referencia a correr a trote (a ritmo lento) sin afán competitivo, el running implica un mayor ritmo de carrera y una cierta preparación física. Sin embargo, a los efectos de este breve texto, no haré distinción entre ambas palabras. Simplemente usaré de un modo general el término running para calificar de un modo genérico la práctica de correr por las calles y los parques de las ciudades.

Un deporte libre e individual, aunque también gregario

Correr quizá sea, junto con el montañismo, una de las prácticas deportivas más libres e individualistas que existen. Uno puede correr cuando y donde quiera, sin depender de nadie para hacerlo, como ocurre, por el contrario, con los deportes de equipo. Se puede correr de noche, al amanecer, de día, por la tarde, con lluvia o con un sol de justicia. Uno puede correr por las calles de una ciudad, en un parque, por una carretera, por un camino rural.

Correr es sinónimo de libertad. Cualquier sitio es bueno. Basta ponerse unas zapatillas apropiadas (no tienen que ser caras) y un atuendo deportivo adecuado (pantalón y camiseta de esas usadas que uno guarda en el armario). El coste económico es mínimo, a diferencia de otros deportes, que exigen un desembolso económico considerable. 

Pero también es un deporte que, si uno lo desea, puede practicarlo en grupo. No hay reglas para ello. Por eso, es también un deporte gregario, que no es lo mismo que de equipo. Uno se integra libremente en un grupo de corredores sin que ello le obligue a nada. Puede incluso integrarse en una multitud en las carreras populares sin perder la individualidad, ya que uno corre a su ritmo sin preocuparse de lo que hagan los demás. Es sólo el placer de sentirse acompañado corriendo por las calles de la ciudad.

Un deporte sano, natural, solidario y no competitivo

Correr es la práctica deportiva más natural. No exige aprendizaje alguno, ya que sólo tenemos que utilizar las capacidades que nos ha dado la naturaleza desde que el ser humano perseguía a los animales para cazarlos o huía de los depredadores. Por eso, iniciarse en el running es lo más fácil del mundo, sólo se necesita voluntad.

Basta con unos buenos ejercicios de precalentamiento y de postcarrera para poder practicarlo sin riesgo de lesión. Si uno dosifica el esfuerzo en función de sus capacidades físicas, y no se lo toma de manera obsesiva, el running es un deporte sano y saludable, tanto física como mentalmente. Ayuda a cuidar nuestro cuerpo, relaja nuestra mente, nos hace autodisciplinados (la constancia es condición para una buena práctica del running) y mejora nuestra autoestima al comprobar que somos capaces de alcanzar retos, siempre que éstos sean razonables.

Es, además, un deporte natural, en el sentido de que se practica por escenarios que no exigen construcciones artificiales para ello (ni estadios, ni pistas, ni piscinas cubiertas, ni canchas,…). Los corredores agradecemos si en un parque se habilita algún circuito para correr, pero no es necesario. El contacto con la naturaleza forma parte del running: la brisa del mar, el aire fresco de la mañana, el paisaje de un atardecer, una puesta de sol,… son elementos que pueden ser disfrutados mientras se corre.

Aparte de los pocos runners que participan en las carreras populares con el objetivo de lograr algún trofeo, la práctica del running no es competitiva. Uno no corre para vencer a los demás, sino para lograr un reto personal (llegar a la meta, bajar una marca,…) y disfrutar del mero hecho de correr, lo que no significa que no haya sufrimiento. Entre el dolor y el placer hay una línea muy fina de separación, y los runners saben muy bien a lo que me refiero.

Salvo para los que compiten hasta jugando a las canicas, la ausencia de competitividad es lo que convierte al running en un deporte solidario, ya que no ves al otro como un competidor, sino como un compañero que se plantea el mismo reto que tú (llegar a la meta).

Un deporte popular, universal y de intercambio cultural

El running es también un deporte muy popular, que no discrimina a nadie. Los niños, los jóvenes, los mayores y hasta los abuelos, pueden practicarlo según las capacidades de cada uno. Todo es cuestión de saber dónde están nuestros propios límites. Hasta personas con alguna discapacidad pueden incluso practicarlo ayudándose de algún artificio (sillas de ruedas o similares), como puede observarse en la participación de discapacitados físicos en las carreras populares.

Al ser un deporte fácilmente imitable (el ejemplo de Forrest Gump) se ha convertido en una práctica universal que se extiende por todo el mundo. Uno puede encontrarse con corredores en plenas calles de tu ciudad practicando running, sin tener necesidad de acudir a ninguna cancha o estadio deportivo para contemplarlo. Eso, junto con la facilidad de su práctica, provoca un efecto de imitación (si ése puede correr, por qué yo no), lo que explica su universalización. En cualquier parte del mundo puedes ver gente corriendo, y unirte a ellos como si tal cosa.

Ese carácter universal del running lo convierte en un deporte donde se puede combinar la práctica deportiva y el turismo. Al participar en las miles de carreras populares que se celebran cada año en los lugares más recónditos del mundo, los corredores conocen nuevas ciudades mientras practican el running por sus calles, y cuando finaliza la carrera aprovechan para visitar la ciudad con sus acompañantes (amigos o familiares).

Además de que no hay edad para practicarlo, un hecho importante es que ha posibilitado la masiva incorporación de las mujeres a la actividad deportiva. Hace tres décadas, era raro encontrar, al menos en España, mujeres que practicaran deporte, y mucho menos en el atletismo. Eran, por supuesto, auténticas  excepciones. En el cross country, recuerdo como un caso excepcional el de la aragonesa Carmen Valero, campeona del mundo en 1976 y 1977.

Pero gracias al boom de las carreras populares, la participación de las mujeres ha ido creciendo de forma exponencial, y hoy se las puede ver como algo normal en cualquier maratón o media maratón de las que se celebran en nuestro país. Además, el running quizá sea el único deporte en el que hombres y mujeres pueden participar conjuntamente, sin división sexual alguna. Al no ser un deporte competitivo, la diferencia de sexo no es un factor que discrimine. Es más, la práctica del running por las mujeres suele arrastrar a su pareja, y suele ser habitual que hombres y mujeres lo practiquen conjuntamente.

Un deporte transgresor y festivo

A pesar de su simpleza, el #running es un deporte transgresor, en el sentido de que rompe con las reglas habituales de la vida cotidiana. Al ponerse las zapatillas de correr, colocarse el pantalón corto, el maillot y la camiseta, el corredor se libera de la rigidez de su vida laboral, se quita la chaqueta y la corbata, y durante una hora se lanza a una experiencia de liberación y superación personal.

Es una experiencia en la que, a modo de psicoterapia, el corredor hace un alto en el camino, abandona el ordenador, desconecta las llamadas del teléfono móvil, reflexiona sin prisa sobre su vida o simplemente se deja llevar disfrutando del momento, dejándose atrapar por el canto de unos pájaros, por el silencio del entorno, por la lluvia o la nieve que cae sobre el terreno que pisa, o por la música que escucha en su dispositivo de audio.

En las carreras populares, la transgresión es aún mayor. Por un día, los #runners toman las calles de la ciudad y relegan a un segundo plano el dominio implacable del automóvil. El carácter festivo de algunas carreras populares (como la San Silvestre del día 31 de diciembre) es incluso una oportunidad para que los corredores se disfracen con las indumentarias más variopintas, llevando la transgresión hasta su máximo nivel.

En definitiva, el boom del running se debe a muchos factores, cada uno de ellos importante en alguna medida. En este breve texto sólo he expuesto algunos de ellos, dejando fuera del análisis la influencia que puede estar teniendo la inversión en publicidad de las marcas deportivas, ya que, en mi opinión, influye no sólo en el running, sino en todos los deportes.

Creo que es un deporte que está aquí para quedarse, dada su facilidad para practicarlo, su bajo coste económico, el efecto imitación que produce y su adaptación a las necesidades de expansión y esparcimiento que tiene la población en las modernas sociedades urbanas. Sólo se necesitan unas zapatillas (no necesariamente caras), un atuendo sencillo para correr, un buen ejercicio de precalentamiento, unos retos asequibles (en cuanto a distancia y ritmo de carrera) y seguir los consejos de los fisioterapeutas (los mejores amigos del #runner).

Ah, por cierto, y cuando el cuerpo no aguante los esfuerzos del running (pues llegará un día en que nuestro cuerpo diga ¡basta!), nos pasamos al footing, que consiste simplemente en "andar rápido" y que es también un ejercicio de lo más saludable.

jueves, 8 de diciembre de 2016

¿REFORMAR   LA  CONSTITUCIÓN?   

Desde hace varios años, se viene hablando de reformar nuestra Constitución para adaptarla a la realidad de una sociedad como la española que ha experimentado un fuerte proceso de cambio en las cuatro décadas transcurridas desde su aprobación en 1978. 

Es un debate que suele intensificarse en los actos conmemorativos anuales del 6 de diciembre, pero que está más presente en los dirigentes políticos, que en las preocupaciones de la ciudadanía, más interesada en cómo salir de la crisis económica y en afrontar las dificultades del día a día.

Todos los partidos políticos admiten que hay cuestiones pendientes que justificarían una reforma constitucional. Temas como el de la sucesión en la Corona (la actual Constitución proclama la prioridad del varón sobre la mujer), la integración de España en la Unión Europea (que no está recogida en el texto constitucional al haberse producido con posterioridad a 1978), la estructura territorial (regulada de forma poco eficiente en el Título VIII) o la protección de derechos sociales (como sanidad, educación y dependencia, que no están suficientemente garantizados), son algunos de los temas que se esgrimen para justificar la reforma de nuestra Constitución.

Obviamente, la carta constitucional es un texto que puede ser modificado (ya lo ha sido en dos ocasiones), y en su Título X se establece el procedimiento a seguir para reformarlo. Muchos países han reformado su Constitución, como los EE.UU., que, en sus más de doscientos años de vida, han introducido veintisiete enmiendas (la última en 1991); Alemania ha reformado la suya de 1949 en varias ocasiones (la última en 2006 para modificar el reparto de competencias entre el gobierno central y los gobiernos regionales de los Länder). No tiene, por tanto, nada de extraño que se plantee la reforma de la nuestra.

Sin embargo, en España, desde La Pepa de 1812, se tiene una larga (y trágica) historia constitucional, en la que han brillado más las derogaciones y cambios violentos de nuestras Constituciones, que las reformas consensuadas. La falta de amplios acuerdos políticos ha conducido a que nuestras cartas constitucionales hayan sido derogadas, antes que reformadas, propiciando con ello cambios de régimen político.

Es por eso que, en nuestro país, se trata con bastante cautela el tema de la reforma de una Constitución como la de 1978, que ha dado lugar a un largo periodo de cuarenta años de estabilidad política. Es tal esa cautela, que el citado título X establece un procedimiento bastante complicado para ello, exigiendo amplias y reforzadas mayorías tanto en el Congreso, como en el Senado. Exige también su aprobación por referéndum si la reforma afecta a determinadas partes del texto constitucional (por ejemplo, al Título Preliminar sobre Principios Fundamentales; al capítulo 2 del Título Primero sobre Derechos Fundamentales y Libertades Públicas; o a todo el Titulo Segundo, sobre la Corona).

Por ese motivo, se dice, y con razón, que para reformar la Constitución se necesita que exista un amplio consenso político, y que, si ese consenso no se da, es mejor no abordarla. El ejemplo reciente de Italia es significativo. Plantear, como ha hecho el ya exprimer ministro Matteo Renzi, una reforma constitucional y someterla a referéndum sin tener el apoyo suficiente, es un acto político del máximo riesgo. Por esta razón, se comprende que Rajoy, como presidente de gobierno, se niegue a abrir el tema de la reforma constitucional si no percibe que haya un gran acuerdo sobre lo que se quiere reformar.

No obstante, cabe preguntarse si existe en España el consenso suficiente para abordar la reforma de la actual Constitución. No lo parece. Todos los partidos coinciden en la conveniencia de modificarla, pero no hay coincidencia en lo que se quiere reformar.

El PP y Cs hablan de introducir mínimas reformas que no alteren el cuerpo central del texto constitucional y que no precisen de un referéndum de aprobación (reforma exprés). El PSOE plantea reformas parciales en algunos artículos, y la modificación del título VIII para sancionar un modelo federal de organización territorial. A la luz de esas posiciones, podría pensarse que habría posibilidad de un consenso entre esos tres partidos, pero la situación es más compleja de lo que parece.

Unidos Podemos no habla de reformar la Constitución, sino de derogarla para abrir un proceso constituyente que dé lugar a un texto completamente nuevo al aprobado en 1978. Si Unidos Podemos fuera un partido marginal en la escena política española, los demás partidos podrían plantear sin ningún riesgo una reforma constitucional de calado que atraiga un amplio apoyo político y social, similar al que obtuvo la actual Constitución.

Pero Unidos Podemos no es marginal, sino que tiene una presencia importante en la vida política (con más de cinco millones de votos en las pasadas elecciones) y una fuerte capacidad de movilización social. Además, con sus 71 diputados, puede exigir un referéndum para cualquier reforma por pequeña que sea. Recordemos que el art. 167.3 establece que todo proyecto de reforma, incluso aunque sólo afecte a una parte del texto constitucional que no requiera un referéndum de aprobación, tendría que ser sometido a refrendo popular si así lo solicita la décima parte de los miembros de cualquiera de las dos Cámaras, y Unidos Podemos disponen del número necesario de diputados en el Congreso para ejercer esa prerrogativa.

Por eso, al igual que se dice que, sin el PP, no es posible reformar la Constitución, dada su mayoría absoluta en el Senado, cabe decir también que, sin el apoyo de Podemos, habría un riesgo elevado de que la reforma fuera rechazada por la población en referéndum, lo que, si ocurriera, generaría una grave crisis política. Dadas las pretensiones de Unidos Podemos de abrir un proceso constituyente que ni PP, PSOE y Cs ven necesario, y dada su negativa a abordar reformas parciales, no parece que se den las condiciones para afrontar con garantía de éxito la modificación de nuestra Carta Magna.

Además, la reforma de la Constitución no es, hoy, algo perentorio. A diferencia de lo ocurrido en 1978, cuando era urgente disponer de un texto constitucional para llenar el vacío del proceso de reforma política y avanzar en el camino hacia la democracia, ahora esa urgencia no existe. Puede que sea necesario reformar la Constitución, pero lo que está claro es que no hay urgencia en hacerlo, y que se puede esperar a encontrar el momento adecuado y a lograr el amplio consenso que ello exige.

No parece que la actual legislatura (polarizada, sin mayorías claras, con algunos partidos sometidos a complicados procesos de reestructuración interna) y la persistencia de una grave crisis económica aún sin resolver, sean el momento propicio para abordar la reforma del texto constitucional.

Pero no reformar la Constitución no debe ser sinónimo de parálisis política. Los temas ya mencionados, y que, sin duda, justifican la reforma de nuestra Constitución pueden ser gestionados mientras tanto por la vía legislativa o por una acción eficaz del gobierno.

El tema territorial, por ejemplo, podría clarificarse utilizando el potencial que encierra el actual articulado de la Constitución (en concreto, del art. 149), y el tema catalán podría desatascarse con una reforma del modelo de financiación y con una política de gestos, de buen entendimiento y de cooperación, que quite presión y vaya minando la base de apoyo que tiene hoy la opción secesionista.

En lo que se refiere a los derechos sociales, no parece que se hayan visto socavados por no estar suficientemente protegidos en nuestra Constitución, sino más bien como consecuencia de los recortes ocasionados por la crisis económica que sufre nuestro país desde 2007. Por su parte, los temas europeos se han gestionado razonablemente bien desde 1986 sin necesidad de reformar la Constitución, y podría seguir siendo así. Finalmente, el tema del orden sucesorio en la Corona, puede esperar, dada la circunstancia de que el rey Felipe VI no tiene varón en su descendencia

En definitiva, reformar la Constitución es algo necesario, pero no es urgente. Si no se cuenta con un amplio consenso, y no parece que exista por ahora dada la polarización existente en nuestra vida política, sería mejor dejar la reforma para otro momento más propicio.


Mientras tanto, es necesario que el gobierno y los partidos de la oposición se esmeren en sacar adelante una complicada legislatura, construyendo puentes que permitan recuperar la cultura del consenso y el diálogo para asegurar la gobernabilidad de nuestro país. Sólo así se podrán crear las condiciones adecuadas para abordar la reforma de nuestra Constitución.

domingo, 27 de noviembre de 2016

SOBRE  EL  SALARIO  MINIMO  INTERPROFESIONAL 
Y  EL  COMPLEMENTO  SALARIAL  GARANTIZADO

(actualizado a 2 de diciembre de 2016)

El pasado mes de noviembre el pleno del Congreso de los Diputados aprobó (con el apoyo de PSOE, Podemos y nacionalistas) la tramitación de una proposición de ley para subir el SMI (salario mínimo interprofesional), desde los actuales 655,20 euros mensuales hasta 800 euros en 2018 y a 1.000 euros al final de la legislatura. Es decir, un aumento del 40% en cuatro años.

Dadas las discrepancias entre los grupos políticos respecto a este tema, la proposición tendrá que seguir un largo y complicado proceso de presentación de enmiendas en la correspondiente comisión parlamentaria, que ocupará todo el año próximo.

Mientras tanto, y a la espera de lo que pueda suceder en la tramitación parlamentaria de la citada proposición de ley, el PP y el PSOE han acordado una subida más moderada del SMI, aumentándolo un 8% para 2017, lo que lo situaría en 707,6 euros mensuales.

Los que apoyan la fuerte subida del 40% en el SMI consideran que contribuirá a disminuir la desigualdad, aumentar el consumo, activar la economía y, de paso, incrementar el volumen de las cotizaciones a la Seguridad Social. Por el contrario, los que la rechazan, señalan que la economía española no puede soportar una subida de tal magnitud, ya que repercutiría en los costes laborales de las empresas y le haría disminuir su competitividad.

Más allá del tema concreto de la subida del SMI y ante la evidencia de que, debido a los bajos salarios, estar hoy empleado no siempre asegura a los trabajadores unas condiciones dignas de vida, la proposición de ley es una buena oportunidad para abrir un debate sobre la conveniencia de introducir en nuestro país sistemas de protección que garanticen una renta mínima a los ciudadanos para así reducir la pobreza y la desigualdad.

No pretendo en este breve artículo abordar en su totalidad un tema tan complejo como éste, sino sólo centrarme en un aspecto del mismo, que, por cierto, se viene aplicando desde hace años en algunos países europeos y en los Estados Unidos. Me refiero a la posibilidad de conceder, con cargo a los presupuestos generales del Estado, un complemento salarial a las personas cuyos salarios estén por debajo de un determinado nivel, abonándose justo en el momento de la declaración del IRPF, como una especie de "impuesto negativo de la renta". El análisis de otras fórmulas más extensivas de protección social, como la “renta básica” (dirigida a todos los ciudadanos, estén o no trabajando), las dejo para otra ocasión.

El debate es interesante, ya que combina, al menos, tres cuestiones: los costes laborales de las empresas; el poder adquisitivo de los trabajadores cuyos ingresos proceden de los salarios, y la financiación del sistema de pensiones. Para profundizar en ello, cabe hacer algunas observaciones.

En primer lugar, parece claro que, actualmente, mientras no cambie su modelo productivo (y eso lleva su tiempo), la mayor parte de la economía española sólo es competitiva reduciendo los costes laborales de las empresas. Y no sólo en sectores, como el agro-alimentario y el turístico, que se basan en la contratación de mano de obra muy poco cualificada, sino también en sectores escasamente cualificados de la manufactura y bienes de equipo. Esto es una evidencia que no sólo afecta a la economía española, sino que cabe extender a otras economías europeas, en las que se han implantado “minijobs” cuyos salarios apenas superan los 500 euros mensuales.

Se podría responder a esto diciendo que la competitividad de las empresas no sólo depende de los costes laborales, sino de otros tipos de costes (energéticos, de producción, financieros, organizativos, comerciales,…) incluyendo los beneficios empresariales, y que habría que actuar también sobre éstos y no sólo sobre los salarios (eso es lo que opina, por ejemplo, algunos empresarios, como Antonio Catalán, de la cadena hotelera AC by Marriot).

Sin embargo, es un hecho que, tras la reforma laboral, la asimetría de las relaciones laborales en el seno de las empresas (sobre todo, en las pequeñas y medianas) se ha visto acentuada por la reducción del papel de los sindicatos y la negociación colectiva, debilitándose, hasta situaciones inimaginables hace unos años, la posición de los trabajadores en el actual escenario de deregulación y alto nivel de paro. Eso explica que, en ese contexto, la decisión de reducir (o no aumentar) los salarios sea mucho más tentadora para las empresas que controlar los beneficios, siendo aquélla la estrategia elegida con más frecuencia, lo que no quiere decir que sea la más adecuada a medio plazo.

Por eso, no son pocos los expertos que opinan que, si bien es necesario subir el SMI, no es conveniente hacerlo hasta un nivel tan elevado, como el que se propone en la citada proposición de ley, ya que eso provocaría que muchas empresas recurran a la contratación parcial/temporal o incluso al despido de trabajadores (dado lo mucho que la reforma laboral ha abaratado las indemnizaciones). Añaden, además, que, en la realidad actual de nuestro mercado laboral, muchos trabajadores son remunerados por debajo del SMI, sobre todo en pequeñas empresas que no están reguladas por convenio, por lo que la subida tendría un efecto menor del esperado.

En segundo lugar, cabe señalar que el poder adquisitivo de las familias no sólo depende de los ingresos salariales, sino de otros ingresos, sean directos (intereses del capital mobiliario, pensiones, subsidios varios, ayudas agrícolas,…) o sean indirectos (prestación de los servicios de educación y sanidad, costes subvencionados del servicio de transporte,…). Por tanto, una persona que gane un salario bajo puede tener unas condiciones de vida dignas y mantener su poder adquisitivo, siempre que reciba ingresos de otras fuentes de renta (directas/indirectas, públicas/privadas). De ahí cabe deducir que el poder adquisitivo no depende exclusivamente del salario, y que una subida del SMI, siendo necesaria, no es el único factor que influye en ello.

En tercer lugar, y respecto al tema de la financiación del sistema de pensiones, puede señalarse que, si bien se basa actualmente en las cotizaciones asociadas a los salarios, no tiene por qué ser así. Puede haber otras fórmulas, como financiarlo parcialmente mediante impuestos (es decir, con cargo a los Presupuestos Generales del Estado), algo que ya ha sugerido el propio gobierno en la comisión parlamentaria del Pacto de Toledo reunida el pasado miércoles 23 de noviembre al afirmar su disposición a asumir algunas pensiones (viudedad y orfandad) o los 9.200 millones de la llamada “tarifa plana” de reducción de cotizaciones. Lo que parece claro es que por mucho que crezca la economía española y de la manera que lo está haciendo (con contratos temporales y bajos salarios), el sistema de pensiones tendrá que financiarse con un mix de cotizaciones e impuestos. Por eso, si bien la incidencia de una subida del SMI en la recaudación de la Seguridad Social es evidente, sus efectos en la sostenibilidad del sistema de pensiones no lo son tanto.

Todo lo anterior hace que se plantee cada vez más la cuestión de si no ha llegado ya el momento de complementar las rentas de las personas cuyos salarios anuales estén por debajo de un cierto nivel de referencia (por ejemplo, 12.000 euros). Esto significaría que los trabajadores que ingresen menos de esa cantidad recibirían un complemento de renta hasta alcanzar dicho umbral. De ese modo, los trabajadores con bajos ingresos salariales tendrían asegurado un nivel mínimo de ingresos anuales para disponer de poder de compra y garantizar su poder adquisitivo.

Como he señalado, éste no es un sistema de “renta básica universal” (según la cual los beneficiarios son la totalidad de los ciudadanos con independencia de sus ingresos), sino un complemento salarial garantizado, que se activaría sólo cuando el nivel de ingresos salariales esté por debajo de ese umbral. Hoy, tener trabajo no es garantía de escapar del riesgo de pobreza y exclusión, por lo que sistemas como éste, dirigidos a complementar la renta de determinados grupos de personas empleadas, pero con salarios bajos, podrían ser de gran utilidad. Es un sistema que, como ya he indicado, se aplica con resultados satisfactorios en algunos países de nuestro entorno económico (por ejemplo, en los EE.UU., bajo el nombre de “Earned Income Tax Credit”).  

Propuestas de este tipo o similares parece abrirse paso en la agenda política. Con algunas diferencias, y con diversos nombres, hay propuestas de este tenor en el programa electoral de la mayor parte de los partidos políticos (ingreso mínimo vital en el PSOE, renta básica en Podemos, impuesto negativo en Cs,…). Incluso en el pacto PP-Cs, y en el que anteriormente firmó Cs y PSOE, hay una propuesta muy similar al complemento salarial garantizado.

Además, ya hay estimaciones sobre cuánto podría costar una propuesta como ésta (oscilan en torno a los 10.000 millones de euros anuales, es decir, el 1% de nuestro PIB) y no parece que esté fuera del alcance de las posibilidades de una economía como la nuestra, siempre que, obviamente, haya una reforma fiscal que aumente la recaudación y se persiga con eficiencia el fraude aumentando la dotación de los inspectores de hacienda.

En opinión de los defensores de este sistema, el complemento salarial garantizado sería una fórmula que, sin poner en riesgo la competitividad de las empresas españolas (ya que no elevaría los costes laborales), aseguraría un nivel de renta suficiente para dinamizar el poder de compra de los trabajadores empleados. Junto con las ayudas no contributivas nacionales o autonómicas (renta mínima de inserción, renta garantizada,…), consideran que esta fórmula tendría efectos positivos en la economía y la cohesión social.

Señalan, en definitiva, que más que una fuerte subida del SMI que podría tener efectos no deseados en nuestra economía y que no beneficiaría al conjunto de los trabajadores, parece más útil introducir un sistema que, con cargo al presupuesto público, complemente la renta de las personas cuyos salarios estén por debajo de un cierto nivel de referencia. Merece la pena el debate.

jueves, 10 de noviembre de 2016

LA   VICTORIA   DE   TRUMP


Las encuestas pronosticaron que sería una elección muy igualada, y así ha sido. Cualquiera de los dos candidatos podía ganar. Sólo unas décimas los han separado en porcentaje de votos. El mayor número de votos obtenidos por Hillary Clinton (47,7%) de poco le ha servido en unas elecciones indirectas en las que lo que importa es el número de electores, no el de sufragios.

Teniendo casi 300 mil votos menos (47,5%), pero mejor distribuidos en los 50 estados de la Unión, Trump ha logrado de forma holgada más de los 270 electores (compromisarios) que necesita para ser elegido Presidente cuando se reúna el colegio de compromisarios dentro de unas semanas. Así es como funcionan las elecciones presidenciales americanas, a diferencia de otras, como las francesas, en las que el Presidente es elegido por sufragio directo y en las que sólo cuentan los votos totales obtenidos a nivel nacional.

Se ha escrito mucho para explicar la victoria de Trump o la derrota de Clinton, y no hay que insistir en lo ya sabido. No obstante, me interesa destacar varias cosas sobre las que, desde mi punto de vista, merece la pena hacer algunos comentarios.

Unas elecciones casi plebiscitarias

El primer comentario se refiere al hecho de que las elecciones americanas, en las que al final todo se decanta entre elegir a los compromisarios del Partido Demócrata o a los del Partido Republicano (los otros candidatos suelen ser residuales), se parecen mucho a un referéndum.

Son en la práctica elecciones plebiscitarias, donde el electorado que decide ir a votar se encuentra, de hecho, ante un dilema binario: o votar demócrata o votar republicano. Eso hace que el voto emocional tenga mucha más importancia que en otro tipo de elecciones en las que las opciones son más variadas.

En tales circunstancias, el candidato que sepa apelar a los sentimientos y las emociones del elector tiene mucho ganado, y en eso Trump se ha movido mejor en ese gran teatro que son las campañas electorales.

Hillary lo tenía difícil en ese tipo de escenario. A pesar de estar más preparada y tener mucha más experiencia política, su carácter de persona reflexiva y racional, hacía que la candidata demócrata fuera poco dada a la demagogia, al chiste fácil, a responder con las mismas armas al ataque personal sin contemplaciones de Trump. En ese terreno, tenía poco que hacer frente a Trump.

Hillary Clinton y el lastre de su pasado

Un segundo comentario se refiere al lastre que ha acompañado a la candidatura de Hillary Clinton y que le ha pesado como una losa en su derrota. Un lastre con varias cargas. De un lado, le ha pesado el precio que ha tenido que pagar en las filas del Partido Demócrata tras su apretada victoria en las primarias frente a un político de trayectoria impecable como Bernie Sanders, que encarnaba las aspiraciones de regeneración democrática de una gran mayoría del electorado joven progresista.

Ese precio lo ha pagado Hillary en forma de desafección de una parte importante del electorado demócrata que ha preferido no votar antes que darle el voto a una candidata con la que no se identificaba. Mucho voto de la población negra o hispana o el de las mujeres, que fue decisivo en la elección de Obama, no ha ido esta vez de forma masiva a Hillary Clinton, sino que ha estado más repartido entre los dos candidatos o se ha ido a la abstención.

De otro lado, le ha pesado, y mucho, la carga de su desgastada imagen pública, que la convertía en una candidata “dejá vue” después de llevar más de media vida en la élite política y haber ocupado puestos de la máxima responsabilidad (el ejemplo típico de lo que los populistas llaman la “casta”). Llevar la mochila llena de experiencia le suponía llevarla también llena de los inevitables errores que se cometen en una larga carrera política como la de ella (su voto a favor de la guerra de Irak, el affaire de la embajada americana en Libia, el caso de los emails privados, la controvertida financiación de la Fundación Clinton,…).

Esa mochila llena de experiencia, pero también de errores, hacía de Hillary un blanco fácil al ataque despiadado del populista Trump. El analista Nathan J. Robinson ya avisaba en un artículo premonitorio publicado en el mes de marzo pasado en la revista “Current Affairs”, que Sanders podría ser mejor candidato que Clinton para enfrentarse a un personaje como Trump, precisamente por tener menos flancos débiles por donde ser atacado.

A todo ello habría que añadir el lastre que significa la tradicional alternancia en un país, como los EE.UU., donde en los últimos sesenta años ningún partido ha repetido tres mandatos presidenciales seguidos (salvo el PR con Reagan y Bush entre 1981 y 1993). Y ese lastre hacía aún más difícil que ganara un candidato demócrata tras los ocho años de Obama, más aún si ese candidato era una persona tan gastada en su imagen pública como Hillary Clinton.

Y ahora qué

El tercer comentario que quiero destacar tiene que ver con el futuro, con lo que cabe esperar del nuevo Presidente. Ciertamente ha sorprendido el discurso de Trump tras su victoria. Un discurso  moderado que nada tiene que ver con el cáustico, insultante y ofensivo utilizado en sus mítines de campaña. ¿Cuándo está mintiendo? ¿Ahora o hace unos días? ¿Qué Trump va a gobernar a los estadounidenses? ¿El machista, xenófobo y racista, o el que dice que será el presidente de todos los americanos y apela a la unidad de demócratas y republicanos? Ya veremos.

Lo que está claro es que la sociedad norteamericana suele fragmentarse en dos mitades en las elecciones presidenciales al polarizarse el electorado en torno a solo dos candidatos, sobre todo si son muy concurridas (como sucedió en 1960 cuando Kennedy sólo le ganó a Nixon por cien mil votos o en las de 2000 cuando Al Gore perdió ante G.W. Bush por sólo cinco electores, aunque le ganara en votos).

Esto ha vuelto a ocurrir ahora, aunque es verdad que los EE.UU. es un país con una capacidad envidiable para volverse a unir en torno a sus instituciones tras las encarnizadas batallas electorales. Para confirmarlo basta con escuchar las impecables declaraciones de Hillary en su comparecencia tras la derrota apelando a la unidad nacional, o las igualmente impecables de Obama ofreciendo colaboración a Trump para el traspaso de poderes. Veremos si Trump como Presidente está a la altura de sus adversarios demócratas, a los que ha vilipendiado de forma inmisericorde durante la campaña electoral.

Los contrapesos de la democracia norteamericana

Tras la apariencia de ser los políticos más poderosos del planeta, los presidentes de los EE.UU. suelen estar bastante limitados en su acción de gobierno, debido a la fuerza del establishment económico y militar y al complejo equilibrio de poderes que existe en la democracia norteamericana.

Eso lo saben todos los presidentes, y procuran gestionar como pueden la presión a la que están sometidos durante sus mandatos. Obama, por ejemplo, no ha podido sacar adelante algunas de sus promesas electorales (como el cierre de Guantánamo) y ha visto limitada su política exterior (como el mantenimiento del embargo a Cuba a pesar de la apertura de relaciones diplomáticas), y eso no sólo por no disponer de mayoría en la Cámara de Representantes, sino por la fuerza del establishment.

Además, el alto grado de autonomía que tienen los estados federados de la Unión, hace que la capacidad de influencia de la política presidencial sobre la vida interna de los norteamericanos se vea muy condicionada por las políticas de los gobernadores en sus correspondientes territorios. A veces, afecta más a la vida de un estadounidense el cambio del color político de un gobernador, que la entrada de un nuevo presidente.

No quiero con esto minimizar la magnitud del cambio que supone la llegada a la Casa Blanca de una persona sin experiencia política como Trump, que va a contar con mayoría republicana en el Senado y en la Cámara de Representantes, y con un Tribunal Supremo de mayoría conservadora.

Sólo quiero situar en su justa medida la capacidad de Trump de hacer realidad algunas de sus controvertidas promesas electorales, como la expulsión de los varios millones de inmigrantes ilegales (y la construcción de un muro en la frontera con México), la paralización de los tratados de libre comercio (como el TPP con los países de Asia y Pacífico o el TTIP con la UE) o la supresión de la contribución norteamericana a los programas de ayuda al desarrollo y a la lucha contra el cambio climático.

No sólo se encontrará con la resistencia del establishment económico, encarnado en las empresas norteamericanas altamente internacionalizadas y en las más domésticas que utilizan la mano de obra barata que les proporciona la gran cantidad de inmigrantes ilegales, sino también con la resistencia de muchos diputados republicanos en el Senado y en la Cámara de Representantes. A pesar de contar, como he señalado, con mayoría republicana en ambas cámaras, los diputados, haciendo uso de la independencia de que gozan en su actividad parlamentaria, pueden bloquear la acción gubernamental de Trump si perjudica a sus intereses electorales.

En definitiva, Trump no ha ganado en votos, pero sí ha obtenido el número de electores necesarios para ser investido Presidente dentro de unas semanas. Se abre una etapa de incertidumbre en los EE.UU. ante una persona tan imprevisible, por su inexperiencia política, como el candidato Trump. No obstante, la solidez institucional de una democracia tan madura como la estadounidense, y los fuertes contrapesos al poder presidencial, hacen que sea limitado el margen de maniobra de un político tan temerario como Trump y que su acción de gobierno sea más previsible de lo que pudiera pensarse escuchando sus incendiarios mítines y sus inverosímiles promesas electorales. Esperemos que así sea.

Una apostilla

Finalmente, quiero señalar algo realmente preocupante de la victoria de Trump. Me refiero al efecto que pudiera tener en el auge de los populismos en suelo europeo. Es elevado el riesgo de que cunda en el electorado de los países europeos el modelo populista representado por el político estadounidense. Ello puede significar el aumento del apoyo electoral a partidos populistas que ya tienen una presencia significativa en países como Francia, Italia, Austria o Hungría, o que también están irrumpiendo con fuerza en Alemania. Eso sería fatal para el proyecto de construcción europea.

jueves, 27 de octubre de 2016

LIBERTAD DE VOTO Y ABSTENCIÓN


El Comité Federal del pasado domingo resolvió el endemoniado "trilema" que tenía el PSOE acordando, por mayoría de sus miembros, abstenerse en segunda votación para desbloquear la situación política y facilitar la investidura de Rajoy.

Pero se le abre ahora un nuevo dilema: si obligar a todo el grupo parlamentario a que se abstenga acatando la disciplina de voto, o acordar la abstención parcial (abstención técnica) de sólo el número de diputados que sea necesario para la investidura.

La intención de la actual Comisión Gestora es persuadir a todos los diputados para que, en bloque, se abstengan, pero la realidad es que eso ya no va a ser posible después de que el PSC haya decidido votar en contra. De este modo, la división del grupo parlamentario es un hecho, una división que podría agravarse si el ejemplo de disidencia de los socialistas catalanes lo siguen otros diputados contrarios a la abstención.

Algunos analistas, y no pocos militantes del PSOE, proponen una abstención parcial dejando libertad de voto para que cada diputado vote en conciencia. Ante esa posibilidad, la dirección socialista y algunos respetados dirigentes históricos consideran que no tiene sentido apelar a la conciencia sobre un tema, como el de la abstención, que es de naturaleza no moral, sino política. Me permito dar algunas opiniones sobre este asunto.

En general, se puede estar de acuerdo en que la posición de un grupo parlamentario respecto a un asunto como el de abstenerse ante la investidura de un candidato de la oposición, es una decisión política. Pero el caso que nos ocupa (la investidura de Rajoy) tiene una singularidad tal, que lo convierte también en un asunto de naturaleza moral.

Los 96 miembros del Comité Federal que votaron en contra de la abstención lo hicieron con el argumento de que es “inmoral” facilitar la investidura de un candidato, como Rajoy, que preside un partido lleno de corrupción y sobre el que, siendo presidente del mismo, no ha asumido responsabilidad alguna. Es el mismo argumento que seguro esgrimen muchos parlamentarios socialistas contrarios a la abstención. Son posiciones que tienen una base moral, y que, por ello, trascienden el ámbito exclusivo de la política para entrar en el terreno de la conciencia.

Tiene sentido, por tanto, tratar este asunto como un asunto no sólo de naturaleza política, sino también moral, y en consecuencia sería coherente con ello que la Comisión Gestora dejara libertad de voto para que cada diputado socialista actúe según su conciencia en las votaciones que se van a desarrollar en la sesión de investidura del candidato Rajoy.

En otras ocasiones, excepcionales bien es verdad, el PSOE ha dejado que sus diputados voten en conciencia, y esta vez la situación es también excepcional, por lo que la Comisión Gestora debería plantearse esa opción como la mejor salida al dilema socialista.

Es, además, una salida que, en términos prácticos y no morales, resuelve el actual dilema con el menor coste posible para el PSOE, dado que hay asegurada una mayoría de diputados que se abstendrán, garantizándose así la aplicación en sede parlamentaria de la decisión del Comité Federal.

No me parece una posición inteligente de la Comisión Gestora, esgrimir la disciplina de voto cuando, de hecho, siete diputados (los del PSC) ya han anunciado que la romperán, y cuando puede haber algunos más que también la rompan en el momento de la votación.

Aferrarse a la disciplina de voto cuando los métodos de persuasión (sanciones incluidas) no van a ser eficaces, es una posición rígida de alto riesgo, ya que conduciría no sólo a visibilizar aún más la división existente en las filas socialistas, sino a generar un conflicto interno de no fácil gestión.

En definitiva, el sentido del voto de un grupo parlamentario es, en general, un asunto político que, en situaciones normales, exige la disciplina de voto para dar certidumbre a la posición de un partido político.

Pero en momentos excepcionales, como éste, donde se mezclan cuestiones morales y políticas, y cuando la división de grupo parlamentario socialista es un hecho, dejar que los diputados voten según su conciencia, sería una solución no sólo aceptable, sino necesaria para evitar males mayores.

viernes, 21 de octubre de 2016

ABSTENCIÓN  SOCIALISTA  E  INTERESES  GENERALES
(actualizado después de la votación en el Comité Federal del PSOE)   


Entramos en unos días cruciales para que se produzca el desbloqueo de la actual situación política en España. En el Comité Federal del PSOE del domingo, se ha decidido por 139 votos a favor y 96 en contra, abstenerse en la segunda votación de la sesión de investidura de Rajoy, lo que facilitará la formación de un gobierno del PP.

Ha sido una sesión impecable en términos democráticos, tras más de 50 intervenciones (unas a favor de la abstención y otras en contra). Consultar a la militancia era una propuesta legítima, pero también la de no hacerlo, ya que los estatutos del PSOE indican que es el Comité Federal el órgano competente en temas relacionados con la política de pactos. Por tanto, el PSOE ha hecho un buen ejercicio de democracia interna. Ahora toca explicar la decisión y asumir las críticas internas y externas que puedan venir.

Lo que me interesa aquí es reflexionar sobre el tema de la gobernabilidad y el interés general, un tema que ha sido tenido poco en cuenta en este endemoniado carrusel táctico en el que cada dirigente socialista, cada militante y muchos votantes del PSOE, han hecho sus cábalas y valoraciones pensando siempre desde una perspectiva de partido.

También este tema ha estado ausente en la estrategia inmovilista del PP desde el 20-D, una estrategia guiada por intereses partidistas, esperando que sean los demás partidos los que se agoten, sin importarle ni un ápice el problema de la gobernabilidad y los intereses generales del país. Si le hubiera importado, se habría abstenido ante el pacto PSOE-Cs o incluso habría propuesto otro candidato distinto a Rajoy en la pasada sesión de investidura.

Centrándonos en el entorno socialista, encontramos, de un lado, a los que defienden la abstención, y así lo han planteado en el Comité Federal, a entender que es la mejor opción para el PSOE si se quería evitar unas terceras elecciones que conducirían a un empeoramiento de la situación del partido ante las expectativas de que el PP incremente su apoyo electoral y Podemos logre el sorpasso que no consiguió el 26-J. El dirigente extremeño Fernández Vara, uno de los más firmes defensores de la abstención, ha sido claro en este sentido: “No estamos eligiendo entre que gobierne o no Rajoy, sino entre que gobierne hoy o lo haga dentro de 55 días en mejores condiciones que ahora”. Es éste un planteamiento defensivo con la mirada puesta en los intereses a corto plazo del PSOE.

De otro lado, están los que han venido opinando que no se debe permitir que gobierne un partido corrupto como el PP, presidido por un dirigente como Rajoy, cómplice por acción u omisión de los desmanes de la trama Gürtel o de los papeles de Bárcenas. Esa posición, defendida con firmeza en el Comité Federal, y apoyada aparentemente en una base ética (es inmoral facilitar el gobierno a Rajoy), está también marcada por un objetivo táctico (si el PSOE se abstiene, cavará su propia tumba y será sustituido por Podemos en el liderazgo de la izquierda).

Entre los partidarios de alguna de esas dos opciones no he escuchado argumentos guiados por el interés general y que vayan más allá de los intereses partidistas. Salvo alguna excepción (como la de Ramón Jáuregui), no he oído decir a los actuales dirigentes socialistas que, en ausencia de mayoría alternativa, la abstención deba justificarse por el objetivo de favorecer la gobernabilidad de un país como el nuestro sumido en una coyuntura tan compleja como la actual. Tampoco he escuchado apelar al interés general entre los que apuestan por la no abstención y el rechazo a la investidura de Rajoy. Sólo he escuchado posicionamientos tácticos guiados por el interés de partido.

Sin embargo, creo que el tema de la gobernabilidad y el interés general es relevante y debería haber estado presente en los debates del Comité Federal del PSOE. Una vez tomada, la abstención no debe presentarse como un mal menor, como una mera justificación táctica planteándola como si fuera algo vergonzante para el partido, sino explicarla en positivo, en términos de la gobernabilidad y los intereses generales, y obrar en consecuencia. No sentir vergüenza por abstenerse, sino hacerlo con el orgullo de contribuir a la gobernabilidad de nuestro país en un momento tan complicado como el de ahora y ante la magnitud de los retos que tenemos por delante.

Sólo así el PSOE podrá marcar un territorio diferenciado respecto a otros grupos (como Podemos) y podrá estar en condiciones de recuperar ante la ciudadanía la credibilidad como alternativa de gobierno, aunque ello le suponga costes elevados entre sus militantes. Sólo desde esa base, la abstención tendrá alturas de miras y no será una decisión política de vuelo bajo pensando sólo en los intereses del partido.

Porque si, guiada por un objetivo táctico, la abstención queda como una decisión coyuntural para permitir que Rajoy forme gobierno, pero el PSOE opta, como ya han señalado algunos dirigentes socialistas (como Iceta o Madina), por una estrategia obstruccionista en el Parlamento para hacer imposible que el PP gobierne, me temo que el recorrido de la legislatura será muy corto, y tendremos nuevas elecciones de aquí a un año. Lo único que se habría conseguido con ello es desbloquear temporalmente la situación política de hoy, pero para continuar con el bloqueo al día siguiente de la formación del nuevo gobierno. Para ese viaje, el PSOE no necesita las alforjas de la abstención, salvo que con ello sólo busque ganar tiempo con la esperanza de recomponer sus hoy mermadas y divididas bases de apoyo y hacer frente al empuje de Podemos.

Comprendo que en la lógica interna de todos los partidos políticos, cuya aspiración es alcanzar el poder, las decisiones se suelen tomar pensando en los intereses del partido, y así ha sido desde que se fundó la democracia en Atenas. Pero en partidos con vocación de gobierno se debe pensar también en el interés general, contribuyendo a asegurar la gobernabilidad, generando certidumbre y garantizando la estabilidad política.

Y eso, en el caso del PSOE, no sólo consiste en que el aún primer partido de la oposición se abstenga para, ante la imposibilidad de armar una mayoría alternativa, facilitar el gobierno del partido que ganó las elecciones el 26-J. Es necesario, además, que adopte una actitud colaboradora y apueste por una estrategia basada en la cultura del pacto y el acuerdo sobre los grandes retos que tiene pendiente nuestro país, en vez dejarse atrapar por la táctica de Podemos de bloquear desde el minuto uno la acción del gobierno.

Obviamente, para alcanzar acuerdos es necesario que el futuro gobierno del PP tenga una actitud favorable a ello, abandonando posiciones excluyentes y estableciendo puentes con los grupos de la oposición para abordar materias tan importantes como la reforma constitucional (para tratar de darle una salida a las tensiones territoriales), la reforma educativa, la seguridad ciudadana, la lucha contra el terrorismo yihadista, la reforma de las pensiones o la participación activa en las instituciones europeas.

La primera prueba de toque se verá en el próximo discurso de investidura de Rajoy, donde el candidato del PP tendrá oportunidad de mostrar cual será la actitud de su gobierno para la próxima legislatura y cómo piensa gobernar en situación de minoría. Ahí, en la sesión de investidura, Javier Fernández, el presidente de la Comisión Gestora del PSOE, tendrá también la oportunidad de mostrar ante los ciudadanos qué actitud van a desarrollar los diputados socialistas en su labor de oposición: si cooperadora u obstruccionista.

Si el PSOE es capaz de definir en el debate de investidura una estrategia propia (no seguidista ni dependiente de lo que haga Podemos) y es capaz de mostrar su voluntad de alcanzar grandes acuerdos de gobernabilidad con el PP, siempre que éste muestre también una actitud abierta y colaboradora, le habrá merecido la pena el enorme esfuerzo de abstenerse. Marcará con ello un territorio propio en su estrategia de oposición, un territorio acorde con la trayectoria reformista y de vocación de gobierno que ha tenido el PSOE desde 1978, y que está en la esencia de su ideología socialdemócrata, aunque ello le genere deserciones entre su militancia.

Pero si la estrategia de la abstención va a consistir en desbloquear la actual situación política para bloquear más tarde la acción de gobierno apuntándose a tácticas obstruccionistas y de movilización permanente, de poco le habrá servido al PSOE abstenerse salvo para ver cómo se amplían las divisiones y desgarros internos que ha sufrido en estos últimos meses y cómo se achica su espacio político en beneficio de otros partidos.